Colonialismo, la izquierda y Robert Lafont

Hace poco más de un año el profesor Sobrequés todavía nos recordaba en un artículo en el Punt Avui: ‘Afirmar que Cataluña es una colonia de España parece, aun para los nacionalistas más comprometidos, una exageración dialéctica. Es un concepto que el independentismo no ha asumido de manera habitual, como se ha puesto de manifiesto en los programas de las elecciones del pasado 27 de septiembre. ‘Por mucho que algunas voces pongan -de nuevo- en circulación el análisis colonialista de la situación política de Cataluña de los últimos trescientos años, aún hoy resulta, incluso dentro de la mayor parte de círculos bienpensantes independentistas, una especie de idea alocada, incómoda, descabellada y aun contraproducente para el movimiento independentista’.

Cabe decir, sin embargo, que el hecho que me resulta más misterioso y paradójico a la vez de este evidentísimo caso de síndrome de Estocolmo galopante es que este rechazo casi visceral de considerar la situación política actual de Cataluña -y la de los últimos trescientos años- de ocupación colonial es aún más manifiestamente vehemente en la izquierda catalana -con la excepción parcial de la CUP- que en la derecha.

En ello pensaba no hace mucho cuando de repente me di cuenta que este San Juan ya hace ocho años que nos dejó el gran Robèrt Lafont. El intelectual, poeta, lingüista, político y polifacético ilustre occitano fue una figura capital no sólo del occitanismo de la segunda mitad del siglo XX, sino de Cataluña y del conjunto de los pueblos de Europa. En este sentido, uno de los elementos fundamentales que el occitanismo político debe a Robèrt Lafont es haber asumido desde los años setenta que Occitania -y el resto de naciones de Francia por extensión- sufre lo que el profesor mexicano Pablo González Casanova bautizó con el nombre de ‘colonialismo interno’ y que Lafont adoptó, teorizó y difundió muy bien en el libro ‘Sur la France’ para hablar del caso occitano.

Robèrt Lafont era un pensador profundamente occitanista, aunque también profundamente de izquierdas, pacifista y europeísta. Como si se tratara del alioli, durante décadas supo ligar inseparablemente el combate no-violento nacional con el combate no-violento social y sindical. Le avalan episodios históricos de dimensión europea como el de los ‘carbonièrs’ de la Sala, el ‘Gardarem lo Larzac’ o el movimiento ‘Queremos vivir en el País’. Incluso quiso montar una candidatura a la presidencia de la República francesa con un programa desacomplejadamente de izquierdas, europeo y descentralizador. Por lo tanto, Lafont no sería sospechoso de ninguna supuesta ‘alt-right’ primitiva occitana, ni nada que se le parezca. Y aún así -o, de hecho, precisamente porque era así, de izquierdas-, fue el primero en introducir en Europa la noción de ‘colonialismo interno’ para denunciar la opresión de los estados-nación europeos sobre el resto de pueblos del continente, como el occitano y el catalán.

A Lafont le rebelaba la persecución de la lengua occitana que durante siglos había practicado el Estado francés con la misma intensidad que le sublevaban las injusticias sociales y la explotación laboral en el mundo entero. De hecho se podría decir que, para el de Nimes, era, probablemente, el mismo combate: los de ‘abajo’ -esto que los últimos años se ha convertido en tan de moda en nuestro país- contra las estructuras, élites y poderes dominantes. Como Zapata, Bolívar y el Che.

Si Lafont lo tenía claro hace cincuenta años, ¿por qué la izquierda catalana tiene tantos problemas en aceptar el ‘colonialismo interno’ que sufre también nuestro país? Soy de los que quieren pensar que, a diferencia de los Albiol y Riveras, los Domenech, Coscubielas y compañía no son un grupo de colaboracionistas coloniales. Descartada así hipótesis, pues, a mí sólo se me ocurre una triste respuesta. Los occitanos son el ‘sur’ de Francia y, en los últimos siglos, han acarreado tradicional y mayoritariamente la conciencia de pueblo de campesinos pobre y empobrecido. Esta visión, medio cierta medio caricatura, es compartida dentro del imaginario colectivo de la mayor parte de franceses aún ahora. En París son ricos y letrados. En Aush un grupo de paisanos que crían patos, el ‘hígado graso’ de los que zampan en París. Esta connotación negativa del sur incluso la arrastra también el acento francés del país, considerado todavía por los del norte demasiado rural, poco sofisticado y nada refinado. Es exactamente, ‘mutatis mutandis’, lo mismo que ocurre en la Cataluña del Norte. Pues bien, a mí me parece que aquí está la clave de bóveda. Mientras los occitanos han creído, incluso cuando ya no era cierta, su condición de pueblo pobre y empobrecido -y los conciudadanos franceses así se lo han recordado cada vez que han podido-; los catalanes nos hemos creído, incluso cuando ya no era cierto, los ricos de España -y así nos lo recuerdan cada vez que pueden-.

Yo diría que hay una parte de la izquierda catalana que hace tiempo que ha caído en este triple trampa. La primera trampa es creer que realmente en Cataluña somos ricos del cagar. Aún ahora recuerdo los veranos con los abuelos del Empordà cuando llegaban a tropel los supuestos occitanos ‘pobres y campesinos’ para pasar las vacaciones y rociaban de dinero los bares y restaurantes de la zona con una alegría inusitada entre nosotros hasta entonces. La segunda trampa es la de creer que nuestra hipotética riqueza la hemos obtenido no merecidamente por nuestro talento, ingenio y esfuerzo individual y colectivo, sino por suerte, arte de magia, o, directamente, malas artes. Y la tercer trampa es tragarse esta moral paternalista católica-hermanos-de-la-caridad e hipócrita típica de una parte de la izquierda anticuada, según la cual las únicas luchas y reivindicaciones loables el planeta Tierra son las provenientes de los pobres de solemnidad. Hipócrita, claro, porque es la misma izquierda que no se rasga las vestiduras a la hora de defender gremios de dudosa miseria económica como el de los taxistas de Barcelona.

El contrasentido de todo es que si Cataluña no es ninguna colonia interna de España explotada y oprimida, sino un país rico y privilegiado a rebosar de multimillonarios mafiosos, ladrones e inmorales llorones que han vendido el país, ¿por qué el PSUC representó durante tanto tiempo el catalanismo de izquierdas defensor de las clases populares? ¿Qué sentido habría tenido el eslogan ‘Cataluña un solo pueblo’? Y el ‘Mis manos, mi capital’, que siempre me ha parecido la versión europea del mexicano ‘La tierra es para quien la trabaja’?

Quizás la solución resulta sencilla y tierna: este verano hagamos que ningún progresista catalán se quede sin un libro de Robèrt Lafont. ¿Suena bastante misericordioso como campaña?

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