Para qué sirve un atentado

Nada da más poder que administrar el miedo. Los estados occidentales no han encontrado la manera de derrotar el terrorismo en las ciudades, pero han encontrado la manera de derrotar a sus ciudadanos. Lo vimos después del 11 de Septiembre: la imagen del alcalde Giulani y del presidente Bush entre los escombros, cubiertos de polvo de edificio y de cadáver, quería significar el coraje y la resistencia colectiva, pero terminó significando una dominación psicológica total. La presencia del rey en la plaza Catalunya de ayer tenía el mismo propósito. La escenografía de la solidaridad es una invitación a hacerse el inocente. Por eso no sabes cómo se han prevenido decenas de atentados en los últimos años: te necesitan infantil.

La suspensión del juicio individual, la criminalización de la disidencia, la imposición del estado de excepción permanente son los productos culturales de la década. La Patriot Act, la ley que dio cobertura a la invasión de la intimidad, las medidas de seguridad en los aeropuertos, la omnipresencia de cámaras en la calle o de la policía militarizada en estaciones de tren son sólo la normalización de una ideología de fondo. La nueva normalidad es hacer uso del miedo para consolidar las jerarquías, militarizar el Estado, y debilitar la democracia y la vida espontánea. Han querido que la política y las ideas se abandonaran al sentimentalismo más chabacano, al entretenimiento más repetitivo, a la indignidad de vivir sólo para publicitar la belleza de nuestro ego.

En la raíz está la idea de que la democracia y la violencia son antagónicas. Después de las guerras mundiales, el prestigio de los ejércitos quedó herido de muerte. Sin embatgo con la presencia del terror, primero vuelve el soldado profesional como mal menor, hasta que se convierte en la columna vertebral de la convivencia. Se justifica como mal menor porque se entiende como una alternativa a la democracia. Suspendemos la política porque primero es la seguridad.

Este aparente antagonismo entre democracia y violencia lleva a los demócratas a atrincherarse en un discurso naíf sobre los costes de ser libre. Se abandona la democracia a las formas del folclore, a la infantilización de la voluntad -«¡Quiero esto ahora porque tengo derecho a ello!»-, en busca del bienestar material como único horizonte de dignidad. La verdad es que la democracia se sustenta justamente en la idea contraria: somos responsables de la violencia que ejercemos, y compartimos los riesgos porque somos coautores de terribles decisiones que nunca ofrecen una solución perfecta. Preferimos ciudades vulnerables al empobrecimiento moral de ser protegidos por un ‘gran hermano’, un Leviatán, un monstruo que se ocupa de nuestras pesadillas mientras vivimos la ficción del placer.

La democracia es el reino de los adultos y un atentado sirve para infantilizar. Lo hemos visto en EEUU, en la Francia de excepción, en la City de Londres neoimperial y en la decantación del pensamiento continental hacia la burocratización autoritaria. En el mundo de la China musculada y la Rusia imperialista, nuestros políticos cabalgan sobre nuestros bajos instintos hacia guerras y bombardeos que, con el pretexto del miedo, persiguen los intereses geopolíticos de siempre. Pero se nos quita la posibilidad de rechazar o querer estos intereses como adultos: nos sirven los frutos degradados como la papilla a un niño.

Ahora lo veremos en España. Todo el mundo que tiene ojos ha visto cómo la preocupación número uno del Estado y su prensa ha sido hacer uso del atentado para suspender el debate político y trasladarlo al terreno técnico de la seguridad y al terreno moral del orden público. En la tribulación, ‘statu quo’. La burda identificación entre autodeterminación y el caos propio del terrorismo que hemos visto en los editoriales de ‘El País’ o ‘El Mundo’, y que se lee en las apelaciones a la unidad y la españolidad de los mensajes de la Casa del Rey o la Moncloa, no es un error ni un exceso, es la razón de estado que hemos visto en todas partes y siempre. Hacer uso del choque emocional y de la nostalgia para una solidaridad más pura para infantilizar la gente. Es la misma razón por la que se ha evitado que los Mossos tuvieran acceso a información crucial: la vida vale menos que el poder. Como tenemos experiencia en el uso que se hace del miedo para consolidar la sumisión, como la historia reciente de nuestra cultura es el intento de deshacernos de este miedo, como conocemos las tentaciones del folclore estéril para sustituir a la política y sus incertidumbres, tenemos la misión de ser adultos. La respuesta al terror no es delegar nuestro miedo en los guardianes del poder, sino arrebatárselo para profundizar más en la democracia, sabiendo los riesgos, caminando firmemente hacia la libertad, conscientes de la incertidumbre que define toda vida humana vivida con dignidad.

ARA