Los efectos de la mani del sábado

Estaba cantado que la manifestación del pasado sábado tendría unos efectos políticos que sobrepasarían los motivos por los que había sido convocada. Seguro que esta no era la intención de los convocantes, pero enseguida se vio que el españolismo querría aprovechar la ocasión para reponerse de la frustración que sentía por lo sucedido durante las 72 horas posteriores al atentado del 17-A y, sobre todo, a raíz de la interpretación positiva y elogiosa de los medios de comunicación internacionales de la gestión policial y política de la crisis por parte de la Generalitat. El reconocimiento les debió de cocer.

Aunque al día siguiente de los atentados, en la plaza de Catalunya, el Rey y el Gobierno de España — que tiene un delegado que actúa como los peores virreyes británicos en India— intentaron capitalizar el minuto de silencio, no pudieron evitar que el Govern de la Generalitat y su policía salieran reforzados del mal trago. El grito espontáneo «No tinc por» se ha convertido en un clamor popular y universal que los políticos han tenido que asumir, que salía del corazón de la gente, de la misma gente sencilla y catalanísima que ha llenado las calles de Barcelona, Cambrils y Ripoll. La independencia empieza en la cabeza de la gente antes de que se pueda materializar políticamente. Sin esta desconexión mental es imposible alcanzar la soberanía. Es el paso previo que supera, y con diferencia, el llamamiento a la independencia literaria de la generación renacentista que en el siglo XIX se afanaba por la supervivencia del catalán literario y por la regeneración de España.

Y en este sentido, Catalunya es hoy un semiestado, sobre todo porque una parte muy grande de la sociedad, que además está hipermotivada y movilizada, hace ya tiempo que no se siente española ni se comporta como tal. La desconexión no es culturalista, es política, y por lo tanto tendrá unas consecuencia mucho más rupturistas de lo que significaron la Renaixença o el catalanismo político decimonónico para la España traumatizada por la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. La generación de catalanes y catalanas de ahora vive en otro mundo y considera a las instituciones españolas, incluyendo a los reyes, como parte de los problemas que afectan a Catalunya y su deteriorado autogobierno. Los corruptos catalanes también han contribuido a ello, pero todo el mundo sabe distinguir el grano de la paja y el contexto político actual no se parece en nada a lo que ocurría en 1987, en 1997 y en el 2000, a raíz del atentado de Hipercor y de los asesinatos de Miguel Ángel Blanco y Ernest Lluch, respectivamente. Tampoco es igual al del 11-M, a pesar de que el PP haya reaccionado ahora con una sarta de mentiras, tal como hizo en el 2004.

El movimiento soberanista catalán tiene raíces muy profundas y ha crecido hasta convertirse en mayoritario en la medida en que las clases medias, aquellas que se disputan electoralmente ERC y el PDeCAT, han perdido el miedo. El miedo a todo. Claro está que en este proceso de empoderamiento ha tenido mucha influencia que el PDeCAT haya abrazado el independentismo y que Carles Puigdemont —el líder natural de este partido, a pesar de sus reticencias— sea visto como la garantía de un independentismo moderado ideológicamente. También es verdad que algunos dirigentes de ERC han sabido sacar petróleo de donde parecía que no había. La cuestión es que entre unos y otros, pero sobre todo gracias a la gran mayoría ciudadana que no milita en ningún partido, el soberanismo es hoy hegemónico en Catalunya. Dudan más los partidos que la gente de la calle en relación al 1-O. Habiendo llegado hasta aquí, sería absolutamente suicida que cualquiera de los partidos independentistas diera un paso atrás. Entonces sí se llenaría de verdad la papelera de la historia.

Por lo tanto, ante un ambiente como este, era de esperar que el españolismo intentara aprovechar la ocasión para demostrar al mundo que Catalunya es España. Y el sábado no lo consiguió, a pesar de la absurdidad de haberles ofrecido la oportunidad demasiado deprisa. Los ingenuos que pedían por la red que no se desplegaran banderas esteladas en la manifestación, no sé en qué mundo viven. Ha vuelto a ser la gente la que ha impuesto su ley, sin miedo de ningún tipo, porque según parece, del medio millón de manifestantes, tres cuartas partes de los asistentes eran soberanistas. Las banderas españolas de plástico que regalaban el PP y SCC no pudieron competir con las llamativas esteladas de tela que la gente trajo de su casa hasta el paseo de Gràcia. Esta exhibición de banderas independentistas ha sido tan espontánea como el grito «No tinc por». Tanto, como la pitada contra el Rey y Rajoy. Es la respuesta de la gente a lo que ha pasado desde el 17-A, una vez que todo el mundo ha podido ver cómo el gobierno del PP no ha parado de hostigar a las autoridades catalanas y, en especial, intentar desacreditar a los Mossos d’Esquadra. ¡Qué error, qué grave error! Incluso los periodistas unionistas más suspicaces se han dado cuenta de ello. Las rosas que los peatones ofrecían el sábado a los Mossos y que tapaban los parabrisas de las unidades móviles policiales son la prueba de hasta qué punto Rajoy y sus ministros gobiernan otro país. Los manifestantes que ofrecían flores a los policías, que eran muchos, no eran arrebatados militantes de la CUP. Seguramente, es gente que vota moderado.

El 1-O está a la vuelta de la esquina y la amenaza terrorista no cambiará los planes del Govern de sacar adelante la consulta soberanista. Además, después del alboroto internacional provocado por los hechos de Barcelona y Cambrils, el president Puigdemont está un poco más blindado que antes. Me refiero a que a Rajoy le sería difícil explicar la detención, si fuera este el caso, o la destitución como presidente de Catalunya. Un presidente cuya imagen fue elogiada por Jon Lee Anderson, biógrafo del Che y periodista de The New Yorker, para ponerla de modelo contra la actitud salvaje e intransigente de Donald Trump. Los unionistas harían bien en no prestar atención a la extrema derecha periodística que se refugia en diarios unionistas de Madrid y Barcelona y en las redes sociales. Los extremistas los llevan hacia el córner ideológico y desde allí es imposible que entiendan qué está pasando en este país.

ELNACIONAL.CAT