El desbordamiento

A las diez de la mañana abrí la aplicación de Cabify y pedí un coche. Bajé al Parlament con un chófer sudamericano, trajeado con americana y corbata, que me abrió la puerta, me ofreció una botella de agua y me preguntó qué música quería. Debió escuchar mis conversaciones de teléfono, porque cuando llegamos a la Ciutadella dijo, estirando el cuello discretamente por encima del volante:

Así, ¿aquí está el Parlamento?

—Exacto.

—Pues a ver si se aprueba el Referéndum y somos nación ya.

Con este empuje inesperado llegué al Parlament y, como que no había desayunado y las tácticas de la oposición habían dejado el hemiciclo medio desierto, fui directo hacia el bar. Te veo contento —le dije a una figura destacada de la época del «gobierno de los mejores», que tomaba café a mi lado.

—Claro, porque si no me han enchironado —dijo, mirando el fondo de la taza y, acto seguido, alzando la cabeza con un golpe de coraje—, ya no me pondrán. Y además, ¡porque yo no tengo cinco millones de euros!

—Pero en 2014 había más miedo —insistí.

—Había más miedo porque no sabíamos cuál sería nuestra capacidad de resistencia.

—Ah —hice escéptico.

—Hombre, cuando te echas a la piscina y ves que no te ahogas vas cogiendo confianza. Además, el país está respondiendo muy bien. No hace mucho me llamó una persona que hacía años que no veía y me dijo: «Tú no lo sabes pero yo soy rico y si necesitas nada estaría encantado de ayudarte». Después está la gente que te encuentras por la calle y que te dice que las multas las pagaremos entre todos.

—Pero las multas que las pague la Fundación Francisco Franco, ¿no?

—Sí, sí —respondió con energía— pero esta es la última clase.

Cuando no hacía un minuto que se había marchado, pasó el conseller Comín. Iba del brazo de Xavier Rubert de Ventós, que no ha perdido la sonrisa oriental, de gato que ha vivido más de siete vidas. En 1999, el filósofo sacó un libro en castellano que se llamaba De la identidad a la independencia. Cogiéndolo por el brazo lo paré como si lo conociera de toda la vida, le dije: «¿Qué le parece? Al final quizás tendremos la independencia y también la identidad, señor De Ventós».

El conseller enseguida intervino para recordar que la segunda edición del libro, aparecida en los primeros años del siglo, llevaba un prólogo de Pasqual Maragall. El prólogo, recordamos los tres, venía a decir: «Estimado Xavier, déjame intentar por ultimíssima vez eso de federalizar España. Si no lo consigo, te prometo que los dos nos pondremos a trabajar por la independencia codo con codo.»

«Pasqual pronunciaría hoy un discurso independentista», añadió Comín con este entusiasmo inteligente tan fino que tiene. Comentamos que Maragall quizás habría sabido dar más épica al discurso de Junts pel Sí, que pasó una mañana difícil. Los grupos independentistas estaban tan concentrados en responder las argucias legalistas de la oposición a que no parecían encontrar el coraje para introducir el elemento histórico, que también es importante.

Comentamos que habría sido una gran cosa escuchar a Maragall citando el discurso de Ferrer i Sitges en la junta de Brazos de 1713, o hablando del general Prim, de Ildefons Sardà, de Companys y Macià, o incluso de Tarradellas, que volvió a quedar en manos de los españoles.

Y todo el día fue así, barnizado de una amenidad que contrastaba con la acritud que se vivía en el hemiciclo. Jordi Cabré me invitó al desayuno. El president Mas se detuvo a saludarme, como el señor que es. Rompimos el hielo con Empar Moliner, que me propuso de ir de copas con Andrea Levy, para compensar aquellas bromas que hizo en TV3 al inicio de la legislatura. Con Jordi Cuminal comentamos un tuit un poco malchinado que le hice. Esperanza Garcia, la victoriana del PP, incluso me tiró un piropo:

—¡Enric, estás más delgado!

A diferencia del 9-N no detecté en ninguna conversación aquella mezcla de excitación histriónica y de cinismo fatalista que se vivía hace tres años. Nadie me preguntó si era optimista. O si esta vez íbamos de veras. Había una cierta estupefacción divertida ante de la presión que los partidos unionistas ejercían sobre Carme Forcadell. El Parlament parecía una familia que se enfrenta a un parto muy largo.

—Todos estos formalismos del unionismo son una versión chusquera del pujolismo, cuando CiU disimulaba la impotencia con gesticulaciones de cariz onanista —dijo alguien, y todo el mundo se rió.

Alguien dejó caer: «Parecen estos hombres que cuando les deja a la novia te dicen: a mí lo que me sabe mal es la manera como lo ha hecho.»

Después de comer me encontré a la editora de El Unilateral, que es militante de Solidaridad, el expartido de López Tena. «El 9-N fue un salto moral —me dijo—. «¿Qué quieres decir?, le pregunté, mientras la oposición seguía escarneciendo a Forcadell como si fuera la profesora de música de un instituto de alumnos conflictivos. «Pues que, a veces, hay acciones que hacen que las personas cambien la manera de percibir la realidad, y que ahora ya no nos podrán parar».

A medida que la tarde avanzaba, se vio que, con la aprobación de la ley del Referéndum, el Parlament haría su primer acto de soberanía. Cada vez que los grupos unionistas utilizaban los reglamentos del Estatuto para intentar frenar el referéndum iban legitimando, por contraposición, la futura legalidad catalana.

El Estatut, que se aprobó como un símbolo de la libertad de los catalanes dentro del Estado español, fue liquidado por los mismos que nunca se lo sintieron lo demasiado suyo. Cuando, finalmente, se llegó al debate el pescado ya estaba vendido.

Oímos a García Albiol intentando hacer de Prat de la Riba con un castellano penoso. Arrimadas recordó que el Parlament catalán había sido abolido por España varias veces, como si los diputados independentistas no lo supieran. Anna Gabriel pronunció un discurso vibrante, que incluso consiguió alzar a los convergentes de la silla. Y Lluís Corominas resolvió su intervención en una frase, que era el resumen de la jornada y del choque de trenes:

—Hoy no sólo nos ha tocado defender el referéndum, también hemos tenido que defender la democracia en nuestra casa.

Para acabar de adornar el día se produjo una anécdota curiosa. Vimos a una diputada de Podem retirando las banderas españolas que los diputados del PP habían dejado en el hemiciclo al lado de unas senyeres, mientras Carme Forcadell le pedía que hiciera el favor de devolverlas a su sitio. Después Arrimadas se inmoló anunciando una moción de censura a Puigdemont, que quizás le irá bien a Albert Rivera, pero que puede acabar sirviendo para hacer todavía más evidente el desbordamiento.

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