Un referéndum legítimo

Tanto la ley del referéndum como la convocatoria del 1-O son decisiones legítimas y justificables por tres razones: como actos democráticos; como acciones correctoras de una situación injusta, y como mecanismos para liberar España y Cataluña de una relación histórica enfermiza, basada en la desigualdad.

Son, en primer término, actos democráticos porque satisfacen una demanda amplísima de la sociedad -todas las encuestas nos indican que cerca del 80 por ciento de los catalanes piden la celebración del referéndum- y porque implementan el mandato recibido por la mayoría parlamentaria en las elecciones del 27-S de establecer un mecanismo final para facilitar el ejercicio del derecho de autodeterminación de los catalanes. Lo son, además, para que respeten los dos principios fundamentales que definen toda democracia: la igualdad de todas las personas y la utilización de un mecanismo pacífico para la resolución de sus diferencias políticas. Una vez excluido el uso de las urnas para resolver nuestros desacuerdos, sólo existe la violencia, el dominio del más fuerte (o numeroso) sobre el más débil (y más pequeño), y, en definitiva, una situación de injusticia flagrante. Por el contrario, un referéndum es eminentemente justo porque parte del reconocimiento de la dignidad de cada persona y articula un sistema de votación como procedimiento para reconciliar nuestras desavenencias (siempre legítimas).

En un mundo ideal, es decir, en el mundo de las democracias avanzadas y plenamente consolidadas del Atlántico Norte, el referéndum debería haber sido convocado de manera pactada entre el gobierno de Cataluña y España. Lamentablemente, sin embargo, todas las peticiones para celebrarlo hechas por los representantes catalanes, tanto al ejecutivo español como a las Cortes españolas, han sido ignoradas o explícitamente rechazadas por la inmensa mayoría de la clase política española: la mayoría gubernamental (PP y C’s) y más de la mitad de la izquierda. Nada indica que su actitud tenga que cambiar a medio o incluso a largo plazo.

Este bloqueo permanente ignora deliberadamente la Constitución, que habilita hasta cinco vías legales para hacer un referéndum (véase mi artículo «Cinco vías legales»), y, por tanto, implica la apropiación indebida (e injusta) de aquella ley de leyes para una parte de la población del Estado. El bloqueo desprecia también la doctrina internacional en materia de referendos y del derecho de autodeterminación: fundamentalmente, la opinión del Tribunal Supremo de Canadá sobre Quebec y los términos del acuerdo entre los gobiernos de Londres y Edimburgo justificando el referéndum escocés. Como razonaba el primero en respuesta a la consulta del Parlamento de Ottawa, la Constitución canadiense no reconoce literalmente el derecho de los estados federados. Sin embargo, como el espíritu de la Constitución apoya en (y, por tanto, debe interpretarse de acuerdo con) los principios de democracia y federalismo, era legítimo (y, por eso mismo, constitucional) celebrar un referéndum y, según el resultado, proceder a la negociación pacífica de la reforma de la Constitución y de la secesión.

En definitiva, hay razones de eficacia política (el bloqueo permanente de la mayoría de los derechos de la minoría) y razones normativas (la injusticia del comportamiento de la mayoría española) que legitiman la convocatoria del referéndum como acto democrático. Por todo ello, declararse soberanista y criticar la aprobación de la ley y la convocatoria del referéndum es un acto de ignorancia o de cinismo político.

En segundo término, la ley y el decreto de convocatoria son un acto de recuperación de una injusticia grave -una vez más, resultado de la apropiación partidista de la Constitución española-. Toda aprobación y reforma del Estatuto de Cataluña se basa en el consentimiento mutuo de Cataluña (vía Parlamento primero; por referéndum, finalmente) y de las Cortes españolas (en el paso intermedio), según el pacto (imperfecto) hecho en 1978 por garantizar unos derechos mínimos en Cataluña (como minoría en España). La intervención del TC (dominado por el PP) rompió ese equilibrio, desatando incluso, en mi opinión, a los catalanes del acuerdo constitucional. El referéndum activa el último mecanismo de defensa que tiene la autonomía catalana ante aquel abuso.

En tercer y último lugar, el referéndum crea un espacio de libertad real tanto para España como para Cataluña. El rechazo de la mayoría española a nuestras peticiones es a la vez consecuencia y prueba transparente de la situación de subordinación de Cataluña respecto a España. Esta relación de dominación envenena, aunque de forma diferente, ambas partes. La parte subordinada, si quiere sobrevivir, debe comportarse estratégicamente (de acuerdo con la célebre dicho «no está el horno para bollos»), con aquella «doblez» que el dominante utiliza como insulto contra el subalterno. La parte que domina, sin embargo, también se encuentra esclavizada por esa relación: como no consigue nunca el reconocimiento real del otro, reacciona con la ignorancia y el desprecio para ocultar la frustración de no ser amado por lo que es (y no por la fuerza que utiliza). Por ello, y más allá de las razones constitucionales y políticas indicadas antes, el ejercicio de la autodeterminación parece el camino más aconsejable para liberar a todos y hacer posible una relación auténticamente fraternal.

ARA