La revolución de los sensatos

Hará falta mucha fuerza –inteligencia, astucia, sangre fría y también mucho sentido del humor– a fin de que los soberanistas lleguemos victoriosos al 2-O. Es decir, a la celebración del referéndum, sea cual sea su resultado. Porque soberanía es eso: poder decidir. La historia nos ofrece bastantes ejemplos de grandes potencias militares derrotadas por modestas guerrillas que se han impuesto gracias a su coraje, la rapidez de acción y la capacidad de sorprender al enemigo. En nuestro caso, afortunadamente, el combate no es militar. Se trata de un combate informativo –medios que intoxican contra redes que se lo toman a risa–; es judicial –tribunales que amenazan contra políticos con coraje para cumplir su mandato democrático–; es parlamentario –resistencia argumental contra filibusterismo reglamentista–, y está en la calle con movilizaciones masivas e irreductibles como la de este 11-S, a favor de la libertad y contra… nadie, como siempre insistía Muriel Casals.

A tres semanas vista, el soberanismo lleva ventaja a un Gobierno español que, muy mal aconsejado por sus analistas, ha vuelto a reaccionar tarde y mal –como el 9-N– en la defensa de sus intereses. Su supuesta represión “proporcionada”, enviando a la Guardia Civil a “detener” papeletas de voto y a “capturar” urnas, una vez más está provocando la reacción contraria. La gente se lo toma a risa. Además, si el Gobierno de Rajoy consiguiera detener el 1-O, el 2-O le esperaría un infierno político mucho peor que si se acaba celebrando. ¡No sé cómo no lo ve!

Sin embargo, el punto en que el soberanismo todavía tiene que aguzar el gesto es en la prevención contra la propaganda del adversario, un terreno donde los instrumentos de que dispone el Estado son muy poderosos. Particularmente, lo que urge desenmascarar son las dos grandes consignas con las que se pretende confundir al debate catalán. Una, que la ley es el fundamento de la democracia. Y dos, que desobedecer el orden constitucional nos hace necesariamente autoritarios, despóticos.

Con respecto a la primera consigna, ya hace bastantes años que, en expresión afortunada, Miguel Herrero de Miñón recordó que la nación era el a priori de la democracia. Efectivamente, la democracia primero necesita un pueblo. E históricamente la gran mayoría de los procesos de conformación de los estados nación han sido violentos, fruto de guerras crueles y de genocidios terribles. De Estados Unidos a Francia, del Reino Unido a España. Ahora son democracias, sí. Pero lo han sido a través de procesos de indepen­dización o unificación poco honorables. De ahí la falacia de sostener que nuestra autodeterminación se podría conseguir a partir de la ley, de un sistema constitucional español que precisamente tiene el objetivo de ­asimilar y aniquilar, como se ha demostrado con el tiempo, la diversidad de naciones ­originarias.

Que el Estado español vea nuestra autodeterminación como un golpe de Estado forma parte de su lógica constitutiva. El presidente del Tribunal Supremo lo reconocía esta ­semana: la indisoluble unidad de la nación española es “la base última, nuclear e irreductible de todo el derecho de un Estado”. La unidad nacional, pues, entendida como aquel a priori predemocrático del que hablaba Herrero de Miñón. Pero lo que constará para la historia es que la autodeterminación, en Catalunya, de manera extraordinaria e inédita se habrá producido de manera pacífica y a través de una hábil pirueta democrática: un referéndum avalado por una ley de excepcionalidad aprobada en un Parlament con una mayoría absoluta transitoriamente insurrecta. Sí: también aquí la nación se afirma antes de su constitucionalización, como no podía ser de otra manera.

Sobre la segunda consigna –que desobedecemos porque somos despóticos, o que desobedecer nos hace tales–, repetiré la frase de John Milton de 1642: “Los que sacaron los ojos al pueblo, ahora le reprochan su ceguera”. Dicho de otra manera: las acusaciones farisaicas de autoritarismo por no someternos al orden constitucional español son resultado, precisamente, de haber sido previamente expulsados de este orden. En el tiempo, por los intentos de aniquilar la nación catalana. Más cerca, por hacer fracasar una reforma del Estatut planteada desde dentro y con honestidad. Y ahora, por rechazar hasta dieciocho peticiones formales para celebrar un referéndum acordado. La unilateralidad ha sido una imposición. Y sí: sin el amparo del orden constitucional anterior, se han forzado los mecanismos disponibles. Por cierto, tal como otras veces ha ocurrido en las Cortes.

La vía que ha adoptado el Govern de la Generalitat, aprobada por mayoría absoluta en el Parlament, paradójicamente, es la más moderada y al mismo tiempo la más radical imaginable. Se trata de producir una ruptura transitoria y limitada de tan sólo tres semanas, para celebrar un referéndum y condicionar el futuro de los catalanes a su voluntad. Tres semanas, eso sí, para recoger un ­voto que podría significar el mayor salto imaginable: la apertura de un amplísimo nuevo espacio de emancipación y libertad políticas. Inaudito: la revolución de los moderados. ¡La rauxa de los assenyats!

La Vanguardia