Más papistas que el papa

Las retiradas de carteles y los numeritos que la Guardia Civil y la Policía Local hacen estos días confiscando escobas, carteles e, incluso, cubos de cola, son los últimos estertores de un relato que España ha utilizado desde la época de la Transición para esconder que el edificio constitucional tiene los pies de barro, desde el punto de vista de la legitimidad.

Para disimular que los franquistas no fueron juzgados y que es un contrasentido hacer una transición de una dictadura a una democracia pasando de la ley a la ley, la prensa y los políticos han idealizado la función de la legalidad sin darle contenido o dándole como mucho un contenido arbitrario. Este imaginario fue desafiado por primera vez en Arenys de Munt, donde se organizó con gran éxito una consulta pionera sobre la independencia, a pesar de las amenazas de los jueces.

A partir de aquí, si ERC y CiU hubieran recogido el guante sin reticencias el régimen de la Transición ya estaría muerto y enterrado. Por desgracia, los sectores que querían utilizar la fuerza del país para negociar un pacto fiscal vieron en el 9-N una oportunidad para quitar de la cabeza de los catalanes la idea de que, legalmente, es posible celebrar un referéndum de autodeterminación sin la colaboración de España.

Así, en el 2014 vimos cómo los discursos de los políticos y de los periodistas se judicializaban a gran escala, sobre todo a partir de la confesión de Pujol. A falta de un ejército represor o de unas olas migratorias descontroladas que acentuaran los problemas sociales del país, los altavoces del Estado encontraron en los argumentos pseudojurídicos una manera de intentar canalizar el debate sobre la independencia a favor de la regeneración de España.

La hoja de ruta que se inventó la coalición de Junts pel Sí, bebía de esta exaltación artificial de la legalidad de manera consciente o involuntaria —no entraré en eso. La ley de Transitoriedad, tan criticada por la oposición, también es hija de esta estrategia española de judicializar el vuelo de las moscas, para despertar los sentimientos viscerales que los tribunales franquistas dejaron incrustados en el imaginario colectivo.

El discurso de la ilegalidad va bien porque retroalimenta el papel de todos los partidos. Por una parte justifica que una parte del independentismo se aferre al victimismo para tratar de seguir sacando rédito. Del otro, da margen a la izquierda de Colau para que pueda adoptar el papel de intermediario ambiguo y equidistante. También da fuerza a la ultraderecha del PP, que puede pronunciar discursos anticatalanes, cubre con el argumento jurídico.

Como he dicho, los españoles toleraron el 9-N porque creyeron que serviría para dejar por imposible la idea de la autodeterminación. Por suerte, la presión de la CUP abrió la rendija que permitió volver a rehacer el camino con un poco de solvencia, igual que las bases de ERC, en su momento, se cargaron el autonomismo cuando recomendaron votar no en el Estatuto.

Igual que ahora se reivindica la legalidad de un referéndum que, nada más hace unos meses, los grandes popes del processisme decían que no era posible, dentro de un tiempo nos parecerá grotesco que tanta gente se tome seriamente los numeritos de la policía y los fiscales. Sólo para empezar, el hecho de que la ley del referéndum haya sido suspendida por el TC, no la hace ilegal. Este domingo, un magistrado emérito del Supremo lo explicó muy bien a Rac1.

El hecho de que un policía local crea que, para hacer cumplir la legalidad vigente, tiene que confiscar carteles y palos de escobas a sus vecinos, cuando ni siquiera hay una orden judicial que diga que no se puede hacer publicidad del 1 de octubre, sólo se explica por los sobrentendidos monstruosos que la justicia española despierta en la imaginación de la gente. En un país civilizado, si te tomas seriamente la Constitución y eres funcionario de correos, no tienes la barra de intervenir correspondencia privada.

Promoviendo la confusión en un terreno como la justicia, tan marcado por la herencia del franquismo y del pasado oscurantista del Estado, la prensa de Rajoy se ha asegurado un debate polarizado y chillón, que es el único que favorece y mantiene en la silla a su presidente. Igual que los mejores jefes de estados autoritarios, el líder del PP tiene una gran habilidad para sacar de quicio a sus adversarios y para empujar a sus subordinados a competir entre ellos interpretando al alza su misteriosa voluntad.

Los párrafos que Enric Juliana dedicaba el domingo a amenazar a los funcionarios son un buen ejemplo de hasta qué punto llega el exceso de celo que Rajoy fomenta a fuerza de dejar que todo el mundo actúe condicionado por las ganas de servirlo o desbancarlo. El problema es que, en medida que los catalanes van aceptando que no tienen más remedio que desobedecer el simulacro de legalidad que promueve el PP, el Estado tiene que llevar su discurso a un nivel de teatralidad cada vez más caricaturesco.

La gesticulación de la policía y de los fiscales es una forma de encubrir una política de hechos consumados que no tiene nada que ver ni con el estado de derecho, ni con la Constitución. Ahora mismo todo lo que hay en juego es un tour de force para ver si el 1 de octubre se abrirán o no se abrirán los colegios electorales. El lenguaje ausente de la gesticulación jurídica y policial propiciada por el PP es que España puede hacer lo que quiera con Catalunya, como en las épocas más oscuras.

Pero en realidad los que podemos hacer lo que queramos con Catalunya somos los catalanes. De hecho ya lo estamos haciendo. Los españoles se limitan a mantener una comedia decrépita. Tan decrépita que sus defensores de rango más bajo se han vuelto más papistas que el papa y que Tejero i Coscubiela parece que estén en el mismo bando.

Si pudieran hacer lo quieren todos sabemos que ya habrían sacado al ejército y ocupado Catalunya abiertamente.

ElNacional.cat