Bombardear Barcelona

Barcelona es una ciudad atípica. La situación privilegiada de su fortificación principal, el Castillo de Montjuïc, no ha servido para defenderla sino para bombardearla y para encarcelar en ella y ejecutar allí ciudadanos.

Durante el siglo XIX el Estado ordenó hasta tres veces bombardear la población barcelonesa desde el castillo. El peor de estos tres bombardeos tuvo lugar el 3 de diciembre de 1842. Durante medio día se lanzaron más de mil bombas que dejaron miles de muertos y una ciudad destruida. Lo había ordenado el General Espartero que no quedó contento con la destrucción e impuso una multa de doce millones de pesetas a pagar por los ciudadanos de Barcelona mientras sentenciaba «A Barcelona hay que bombardearla cada cincuenta años».

Y ya durante el siglo XX, el castillo fue escenario de juicios sumarísimos, torturas y ejecuciones. Sólo en el período 1936-1939 ingresaron hasta 1.500 reclusos y tuvieron lugar cerca de 300 ejecuciones documentadas (y un año más tarde, en 1940, tendrá lugar la que tenemos más presente por su simbolismo, la del presidente Lluís Companys).

Barcelona, pues, hace tres siglos que es víctima de un Estado que la ataca con brutalidad y que la desprecia por su vitalidad social, cultural y económica, y que la tiene en el punto de mira, sobre todo, por ser la capital de Cataluña. Porque atacar Barcelona es atacar y debilitar el conjunto de la nación catalana.

Y es desde esta perspectiva histórica -y desde el compromiso de la ciudad con la paz, los derechos humanos y la democracia-, que hoy hay que reclamar con absoluta rotundidad y sin peros la expulsión de los socialistas del gobierno de la ciudad. Porque su complicidad determinada y coordinada con Ciutadans y PP, ha hecho posible que el Estado se considere en condiciones de aplicar el artículo 155 de la Constitución española.

No importa que sea inaplicable, ni importa que la declaración de independencia y la reacción popular neutralice esta decisión demofóbica y dictatorial del Estado. El caso es que los socialistas son partícipes de la decisión política y no se han opuesto más allá de gestos dramatizados, inocuos y estériles desde la segunda fila.

No se puede estar en el castillo lanzando bombas y decir que se defiende la ciudad. Y el 155 es eso: una bomba contra los derechos y las libertades de todas y cada una de las personas que convivimos en Cataluña.

En Barcelona el PSC ha decidido bombardear Barcelona desde dentro. Se ha pensado que puede ser cómplice de la conculcación de nuestros derechos democráticos más elementales, de proponer la eliminación de la Generalitat, del Gobierno y del Parlamento, y seguir gobernando la capital como si no pasara nada. Y debe saber que no.

PDECat, Esquerra la CUP tienen la obligación de facilitar el cambio de coalición a Colau, y la alcaldesa tiene la obligación de deshacerse de aquellos que con su apoyo y sus silencios han pretendido aniquilar las decisiones democráticas del conjunto de la sociedad catalana.

Colau es una política magnífica en el peor sentido del término. Tiene olfato para no mojarse nunca y sobrevivir siempre. Pero debe saber que continuar gobernando con los socialistas es poner fin a su carrera política: ya no tendrá que sufrir porque la inhabilite algún organismo judicial porque lo harán las mujeres y los hombres de Barcelona cuando vuelvan a votar.

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