La fuerza de la razón

Los días históricos

Estamos más acostumbrados a leer la historia que a vivirla. Nos llega limpia y ordenada. Los historiadores intentan dar explicaciones plausibles. Los volúmenes de historia abarcan períodos más o menos acotados y terminan en capítulos de conclusiones.

La historia que hemos vivido en Cataluña muchos de nosotros hasta los últimos meses, también ha sido relativamente tranquila, incluso cuando hablábamos de días históricos. Ahora nos pasa exactamente al revés, hemos dejado de marcar días históricos en el calendario y la historia se ha presentado como siempre lo hace, sin avisar, dura, de manera repentina, incomprensible. Es tan real que no hace falta decir que son días históricos. Lo son y ahora sentimos el vértigo que nos provoca el significado de la palabra ‘histórico’.

El verano se fue tensando. El calor intensificaba las discusiones y los reproches que decían que no se estaba haciendo nada, que hoy, y con las declaraciones de Santi Vila, sabemos que tenían todo el sentido. Hasta la proclamación de la República, la política ha ido acompañada de la dosis de humanidad que contiene, de la expresión de todas las miserias y grandezas. La tensión llegó al punto álgido cuando los días 6 y 7 de septiembre del independentismo probó el poder y comprobó que también puede ser amargo. El poder se decreta y se ejerce: por primera vez se hizo patente la distancia enorme que había entre la política que se hace desde la calle y la política que piden las instituciones. «El independentismo no se ha gustado», decían algunos que no podían imaginar que la juez Lamela podría usar las leyes como le pareciera y sin dejar de mirar el móvil.

La mala relación de los catalanes con el poder es una evidencia. Las Diadas y las concentraciones quedan tan bien a Cataluña como las instituciones a España; las instituciones y las acciones políticas catalanas acaban tan mal como las manifestaciones de los unionistas. El hecho de no tener poder nos hace torpes. La CUP no sabe cómo ponerse, Convergencia estaba preparada para una mera gestión autonómica de baja intensidad y Esquerra tiene el síndrome del traje, no sabe aún cómo presentarse en público. El deseo de independencia es el deseo de superar todas estas carencias.

El Estado lo sabe, y sabe que no se lo puede permitir. Por ello incluso ha creado -este verano y este otoño han sido el estallido definitivo del concepto- el periodismo de Estado, un sistema mediático dispuesto a mochar allí donde haya sangre y a criticar la prensa extranjera como en los mejores tiempos del franquismo.

 

El intento necesario

Estos dos meses resumen la historia de los últimos tres siglos

El 6 y el 7 de septiembre fueron días clave. El poder que podía crear un Parlamento como el catalán, un poder pequeño, tenía que ejercer para situar un referéndum en el horizonte. El Estado ha ido arrinconando de manera continua al independentismo y lo ha hecho rehén de las leyes que le dicen que cambie. Es el cinismo constitucional que aún emana del deseo que Franco expresa al rey Juan Carlos y que Felipe VI hace suyo: «Majestad, lo único que le pido es que garantice la unidad de España». La lógica del poder establecido impide cualquier cuestionamiento. El PP no sólo ha absorbido a Ciudadanos, sino que ha convertido la administración de la unidad de España en un dogal para el PSOE y, como estamos viendo estos últimos días, incluso para Podemos.

Las mayorías del Congreso y del Senado hacen imposible cualquier cambio. Una ley que todo el mundo encuentra justa da 24 senadores a Cataluña y 36 a Castilla y León. Otra ley mantiene un Tribunal Constitucional sin lugar de prestigio; otra puede enviar a la mitad del Gobierno a la cárcel con total discrecionalidad; otra podría ilegalizar los partidos que quieren concurrir a las elecciones del 21-D; otra… Los que ponen la lupa en los errores del independentismo esconden el error admitido y aceptado del ‘status quo’, y es que un ‘status quo’ no es sino el consenso sobre el estado de las cosas, aunque que esté construido sobre preceptos injustos.

Es bueno observar la cantidad de opinión publicada que se escribe con voluntad de sentirse a salvo de la ira del fuerte y que no duda en señalar el pequeño. Hoy, articulistas, constitucionalistas e intelectuales catalanes intentan construir a toda prisa un relato que justifique su silencio ante el escándalo de los presos políticos. Nada que no hayamos visto antes: la historia de estos últimos dos meses contiene toda la historia de Cataluña y de España de los últimos tres siglos, los ‘demasiados retrocesos’ con que Ramón Carande la resumía.

 

Los golpes del 155

El 1-O: el Estado fracasa por segunda vez tras el 9-N

Después de los días 6 y 7 de septiembre vivimos tres semanas que han sido el preludio de todo lo que ha venido. Hubo registros en diarios y vimos llegar barcos llenos de policía. Todo ello demuestra a dónde llegan las fuerzas y las impotencias que se oponen.

El 1-O se levantó con alarma en Madrid y con expectación en Cataluña. Había urnas, papeletas y gente defendiendo colegios. El Estado, por segunda vez tras el 9-N, había fracasado y volvió a fracasar durante el día. Se humilló ante nosotros a través de una fuerza que nunca habría tenido que usar, quedó desnudo y se expresó de manera primitiva, primaria, de manera casi histórica, recuperaba las imágenes que lo han definido y que le han hecho ser temido por el pueblo.

Los días anteriores las columnas que salían de toda España eran despedidas con gritos de «A por ellos». Todos aquellos ciudadanos respondían a una estructura histórica que les dice que mientras haya un chivo expiatorio ellos estarán salvados. La España vacía, las grandes comunidades desertizadas económica y culturalmente vuelven a ser una realidad que la democracia no ha podido desmentir porque no ha sido capaz de cambiarlas.

Cuando hablamos de los errores del independentismo y alabamos aquel catalanismo ahora idealizado convendría recordarlo: no sólo fracasó con el Estatuto, se desgastó inútilmente intentando cambiar España. Tan poco la cambió que el Estado reaccionó como siempre. Y nosotros también: cuarenta años de democracia han servido para demostrar que lo único que podíamos oponer a la fuerza del Estado eran nuestras costillas, para admitir que lo máximo que el Estado podía ofrecer eran aquellos garrotazos.

La aplicación del artículo 155 ha sido la culminación de otro proceso. El 155 se ha aplicado siempre que ha sido necesario sin mencionarlo, sin nombrarlo. Lo sabemos, se trata ‘de conseguir el efecto sin que se note el cuidado’. El 155 han sido el déficit fiscal, la desinversión en infraestructuras y los presupuestos no ejecutados, las intromisiones en la escuela o el ataque a la presencia catalana en la Feria de Frankfurt. Todo esto era ya el 155, el nivel del techo de vidrio que no había que señalar, el cepillo del Tribunal Constitucional con el nuevo Estatuto. Vendrán mil constitucionalistas catalanes a decirme que no, que no sé de qué hablo.

 

Ningún caso. Siendo catalán, no hay ningún oficio tan triste como el de constitucionalista. Al día siguiente del anuncio de la aplicación del 155 parecían almas en pena.

 

Paciencia, perseverancia, perspectiva Los ciclos de cuarenta años se repiten en la Península

 

El recuerdo del referéndum de Escocia y las palabras de Cameron -«No se vayan, les queremos»- son aquí pura utopía. La hora de avión que nos separa de Londres nos hace olvidar que un país tuvo Ilustración y Revolución Industrial y que el otro no sólo todavía mantiene estructuras franquistas, sino que ha sido incapaz de crear una cultura progresista de largo recorrido. La historia tiene ironías que hace daño explicar, los ciclos de cuarenta años se repiten en la Península como una maldición: del desastre de Cuba a la Guerra Civil, a la muerte del dictador y al estallido del conflicto en Cataluña.

El presidente de la Generalitat de Cataluña está en Bélgica con los consejeros que han podido escapar de ir a la cárcel, salvo Santi Vila. Los consejeros encarcelados han sufrido vejaciones. Todos ellos, con Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, con el independentismo que representan, han visto cómo el Estado es impune ante la gente que lo administra y que no tiene que rendir cuentas a los estados con quienes tiene tratos. Todo este tiempo he repetido a los amigos que lo único que me daba miedo era la alianza tácita entre la judicatura, la policía, los partidos mayoritarios y la ultraderecha. Hoy, superado o aceptado este miedo, incluso contando con el silencio cómplice de los equidistantes, la desazón se puede controlar si el independentismo sigue enfrentándose con la unidad, la razón y la resistencia.

Durante estos últimos dos meses, durante los últimos años, no ha habido ni un solo argumento que pueda cuestionar las preguntas que se hace el independentismo cuando se pregunta por qué España desprecia su cultura, por qué el expolio fiscal acaba rompiendo el principio de ordinalidad y por qué el Estado amenaza el futuro de una sociedad que se sabe diferente. Mientras las preguntas sigan siendo válidas y se expresen de manera pacífica, el independentismo seguirá creciendo.

Durante estos dos meses se ha golpeado a gente indefensa, se han registrado imprentas, se han censurado diarios, se ha presionado a las empresas, hemos vuelto a tener presos políticos y, lo que es más importante, el Estado se ha tenido que imponer por la fuerza en un territorio. Cada día hay más gente que vive como una humillación la servidumbre de unas leyes que siente impuestas. El Estado ha impuesto el todo o el nada, consciente de que la admisión, incluso, de un referéndum pactado sería una derrota, porque supondría admitir que Cataluña es un sujeto político. Incluso ganando el referéndum se consideraría una derrota. Los discursos del rey eran precisamente eso, la negación de cualquier debate que permitiera despegar un poco el nivel de la discusión en España. Y la pérdida de sus privilegios, claro.

La prueba más evidente es la afirmación de que, si el independentismo ganara el 21-D, volverían a aplicar otro 155. Hoy, lo único que frena la independencia es la fuerza.

 

El aprendizaje de la decepción

 

El independentismo empieza a encender las luces de bajo consumo

El 10-O la decepción se infiltró por todos los resquicios que la política había ido dejando. Todo el mundo era consciente de que pasara lo que pasara aquella noche, los días sucesivos serían complicadísimos. No sería la primera bajada de tensión, tenía que haber más. El silencio del fin de semana posterior a la proclamación de la República y el encarcelamiento de Cuixart y Sánchez y de medio gobierno han sido golpes fortísimos. Y aún hay más gente que ha recibido citaciones y que corre el riesgo de acabar en la cárcel.

La fiesta se ha acabado, los fuegos artificiales ya no explotan y después de unos días oscuros el independentismo empieza a encender las luces de bajo consumo. No le pasa nada que no le haya pasado antes. Se empiezan a oír voces que dicen que se deben recordar los tiempos oscuros de la resistencia y recuperar el carácter constructivo y seductor, este espacio es todo para él mientras el Estado sólo ofrezca insultos, injusticia y violencia.

No les falta razón. El independentismo tiene una escuela riquísima de ejemplos que las políticas culturales desastrosas de la Generalitat (con excepciones) se han dedicado a ocultar por temor a que hicieran estorbo, por temor a que los Calders, Rodoreda, Sales y tantos otros dieran la medida real de un país que sólo ha sido pequeño cuando se ha creído la gente que le decía que lo era. La tradición cultural y política catalanas de los siglos XIX y XX son una auténtica mina de vidas y obras que hoy son más válidas que nunca. El catalanismo se ganó la dignidad que la hegemonía cultural española siempre le ha negado. Si el independentismo se lo hubiera hecho suyo, se habría ahorrado la mayor parte de los bajones de ánimo.

Desconozco cuál es el grado de soledad de Cataluña. Sea cual sea, está claro que nadie le hará lo que sea capaz de hacer por sí misma. Las reacciones de Europa han sido las esperadas. Las del resto del mundo, también. Los manuales de diplomacia, sin embargo, aconsejan que las decepciones públicas, en estos casos, duren el menor tiempo posible.

ARA