Reconquistar el horizonte

El independentismo arrastra un mes largo de desconcierto. Tras ganar el pulso del referéndum del 1-O al Estado, pero en unas condiciones extremas que facilitaron todo tipo de excusas para que no fuera reconocido como válido, todo ha sido confusión. A un dramático silencio comunicativo del Gobierno sobre las circunstancias en que se encontraba, suplido provisionalmente por un enorme crédito de confianza adquirido con mérito, se añadió la decapitación del liderazgo de Òmnium y la ANC, y hace una semana la del Gobierno.

En un capítulo de la serie ‘The West Wing’ se decía que un líder sin seguidores es un tipo que pasea. Pero un pueblo en estado de movilización sin liderazgo es una estampida. Estampida en la red, en las calles, de manifiestos, de protestas improvisadas, de rumores tremendistas y de intoxicaciones desmoralizadoras. Por mucho que los medios de comunicación acreditados traten de pararlo, las bienintencionadas ganas de hacer frente a la violencia del Estado lo desbordan todo. Y también comienza a extenderse la sensación de que tanta agitación no lleva a ninguna parte y que no es eficaz, más allá de desahogar emocionalmente.

Todo eso algunos lo hemos vivido entre dos fuegos amigos: los que nos acusaban de estar secuestrados por el «tenemos prisa» -¿cuántos años hace que nos lo dicen, y cuántos años tienen que pasar para poder tenerla?-, y los que cada vez que pedíamos prudencia -la más clásica de las virtudes del gobernante- nos hacían sospechosos de «procesismo»… Sarcásticamente, unos y otros se han encontrado en la desgracia: con la aplicación del 155 y a la espera de las inciertas elecciones del 21-D, se han detenido de repente la prisa y el Proceso.

Lo reconozca o no, en este momento nos guían por un lado el miedo y por otro las respuestas reactivas e indignadas a la represión. Y esto nos sitúa en el terreno del adversario, en el campo que han dibujado sus estrategas para vencer la voluntad de emancipación de un gran número de catalanes, cuyo número nunca han dejado contar de manera libre y democrática. Por eso es muy urgente retomar la iniciativa, que es tanto como abandonar los campos de minas donde estamos y volver a los objetivos propios. A eso que habíamos llamado «el sueño», del que hemos despertado, sí, pero no para abandonarlo sino para cumplirlo con el realismo que hasta ahora nos había faltado.

Ciertamente, necesitamos articular un plan de solidaridad con los detenidos y los exiliados que no sólo nos los haga presentes en todo momento sino que les consuelo a ellos y a sus familiares. Y, también, que persiga la vergüenza de los que minimizan la gravedad igualando las responsabilidades de carceleros y encarcelados, o que reducen su severidad calificando el gesto, simplemente, de un error en la proporción del grado de venganza aplicado.

Sin embargo, ahora, habrá elecciones. Y el soberanismo debe volver a señalar, todavía con más fuerza, el porqué de su desafío, que no es otro que el horizonte de radicalidad democrática, de prosperidad y de justicia social al que aspira. Un horizonte para el que, desenmascarada obscenamente la naturaleza profundamente autoritaria y corrupta del Estado que nos tiene atrapados, todavía tiene más argumentos y más sólidos. Que el cómo no haga perder de vista el qué.

Si vamos a votar el 21-D no es para justificar el camino hecho sino el que queda por hacer. Vayamos valientes, audaces, determinados. Con los represaliados en el corazón, pero con la victoria en la cabeza. De la manera más compacta posible. Con la fuerza moral que nos da una probada actitud pacífica y dialogante. De ninguna manera con un independentismo herido, sino renovando la promesa de construir una sociedad avanzada, sostenible, igualitaria, libre, cívica, próspera, abierta al mundo y culturalmente ejemplar. Y sí, también con la promesa de reconciliación con España para superar la actual relación envenenada, pero desde una relación fraternal, es decir, en igualdad de dignidad política.

ARA