Violencia

Hay que elogiar los principios tímidos de autocrítica expresados por la consellera Clara Ponsatí («No estábamos preparados para dar forma al 1-O») y el portavoz de ERC, Sergi Sabrià («El país y el Govern no estaba preparado para hacer frente a un Estado autoritario sin límites a la hora de aplicar la violencia»). Si queremos entender dónde estamos y cómo tendríamos que encarar las elecciones del 21-D, habría que analizar todo aquello que se esconde en estas sentencias todavía turbias como la voz de un monaguillo que debuta en la misa del domingo. En primer término, admitiendo que el Govern no se disponía a encarar los resultados del referéndum (presumiblemente decantados al ‘sí’), Ponsatí ha admitido a la sordina que nunca se creyó del todo en el carácter vinculante del 1-O, fatalmente concebido como un nuevo 9-N al cual se habría querido dar más relevancia a causa de los palos de la policía y al consiguiente eco internacional.

Sabrià va un poco más lejos en la responsabilidad de la improvisación y comparte el amateurismo gubernamental con un cierto análisis antropológico de los catalanes: el portavoz asume (previa encuesta ciudadana, habría que suponer) que en la tribu no estamos acostumbrados a situaciones de violencia extrema y que, ante la mera posibilidad de muertos en las calles de Barcelona, había que detenerlo todo. Hay que insistir particularmente en este hecho, compartido desde el principio por el president Puigdemont, porque esconde dos tesis de fondo: primero, que el Estado habría desplegado una respuesta alla maniera Erdogan en caso de declaración efectiva, con una más que presumible actuación de las fuerzas armadas españolas en el territorio catalán y, segundo, y más importante, que la mayoría de catalanes se habrían tragado aquello de las calles serán siempre nuestras para disponerse a volver a casa y mirárselo todo en el 3/24 desde el sofá.

Lo que más me duele de estas dos presuposiciones es que demuestran la incompetencia del Govern al procesar todas las lecciones que nos regalaron Rajoy y la ciudadanía el 1-O. Si alguna cosa demostró la resistencia pacífica de los ciudadanos el día del referéndum fue la indefensión del Estado a la hora de parar una respuesta masiva de los electores catalanes. Todos recordamos el cambio de estrategia policial evidente que ocurrió entre la mañana y la noche del 1-O por parte de Rajoy, sea por voluntad propia o (según diuen diuen diuen todavía) por una llamada de Merkel. Se puede especular tanto como se quiera sobre tanques en las calles de Barcelona, pero si alguna cosa nos regaló la jornada histórica del referéndum fue el fracaso estrepitoso de la policía en Catalunya. Los ciudadanos, independentistas o no, quisieron defender su derecho al voto y lo hicieron, literalmente, dejándose la cara.

Lejos de asumir que el uso y el predominio de la fuerza se lo habían ganado los ciudadanos del país (insisto: ¡haciendo uso del pacifismo y la resistencia!), nuestros líderes siguieron normalizando la violencia del Estado como un hecho incuestionable. En vez de preguntarse: ¿Cómo podrá pararnos el Estado si el pueblo resiste con esta valentía? Puigdemont y sus consellers optaron por cuestionarse: ¿Aguantará nuestra gente una escalada mayor de la violencia? La pregunta es errónea no sólo porque asumía que Rajoy podía insistir en una estrategia que él mismo había visto como inútil, sino porque seguía auto-imponiendo a la ciudadanía una versión de ella misma como insensible y sumisa. Que no haya que imponer la violencia física por el hecho de que las víctimas de su fuerza ya se curen la herida antes de que les metan la hostia es el sueño húmedo de todos los estados represores.

Dicho esto, hay que entender que ni las palabras de Ponsatí ni las de Sabrià son, de hecho, un ejemplo de autocrítica. Primero, porque ninguno de los dos partidos que han conformado la coalición de Junts pel Sí nos han explicado concretamente qué quiere decir eso de «no estábamos preparados». Más allá de consideraciones sobre unas estructuras de Estado más retóricas que reales, nuestros políticos tienen todavía el deber moral de ajustar las cuentas con el pueblo y decirnos cómo se avanzó hasta el referéndum sin tener la aplicación política bajo control. Si nuestros líderes no previeron todos los escenarios posibles (incluso el de represión por parte del Estado), han pecado de incompetencia: si los previeron, pero esperaron que la resistencia y la movilización del pueblo les sirviera para ganar tiempo e improvisar, la cosa ya entra en el terreno de la más absoluta irresponsabilidad moral.

Pedir explicaciones a los agentes del procés no es ni un acto de tiquismiquis ni un capricho de este cronista. Es una obligación compartida entre los ciudadanos y los políticos que dicen representarlos. No podemos encarar unas elecciones sin un debate profundo sobre la última legislatura y la no aplicación del 1-O. Hacer ver como si la incompetencia o la irresponsabilidad no hubieran existido no beneficia a nadie. En cualquier país del mundo, y por dificultades que haya en un conflicto, no haber hecho los deberes implica asumir responsabilidades. Que algunos de estos líderes estén en la prisión no les exime de dar la cara, a no ser que —evidentemente— haber sido injustamente reprimido por el Estado sea el nuevo blanqueo de cualquier político soberanista que se presente a unas elecciones, lo cual sería una nueva forma de seguir regalando legitimidad a la represión del gobierno español.

Los agentes del procés han empezado a enmendarse: bienvenida sea la catarsis, si es acompañada de explicaciones y, si me permitís la osadía, de alguna disculpa. Los ciudadanos lo merecen. Ellos y ellas siempre han hecho lo que tocaba, con una disciplina nunca vista. No podemos decir lo mismo de todo el mundo…

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