¡Es la interdependencia, caray!

Varios comentaristas han hecho notar que ante el compromiso liderado por el actual presidente Artur Mas, y ratificado la semana pasada por casi dos tercios del Parlament de Catalunya, para permitir que los catalanes podamos decidir democráticamente nuestra posible emancipación del Estado español, no se ha oído ninguna invitación amigable a abandonar tal idea. La respuesta generalizada ha sido la amenaza. Desde enviar a la Guardia Civil, intervenir la autonomía vía Tribunal Constitucional, anunciar el apocalipsis de una decadencia económica y hasta pronosticar la diáspora forzada de antiguos inmigrantes. Todo ha valido. Y como era de esperar, los que más han contribuido a la actual y definitiva fatiga catalana de una españolidad arrogante que ha despreciado y humillado los sentimientos nacionales del país, son los que ahora se expresan con más violencia.

 

De entre todos, hay que destacar al eurodiputado de voz ronca que hace más de veinte años ya comparaba la pitada independentista en la inauguración del estadio de Montjuïc a “un grupo de babuinos enfurecidos chillando y mostrando los dientes” y que, en un brillante ejercicio de autocumplimiento de profecía, imaginaba a un president Pujol notando desde la tribuna del estadio el peso de la espera “del día glorioso en que, consumado el desbordamiento de la razón por el instinto (…), pudiera, en un gesto por fin inequívoco y catártico (…), gritar él también desde las gradas los deseos más recónditos que sus vísceras habían almacenado durante demasiados años de doloroso disimulo” ( El País, 14 de septiembre de 1989). O vean el caso de ese otro empresario que, editor del periódico español que más ha contribuido a hinchar la xenofobia anticatalana en España, ahora amenaza con llevarse la empresa fuera de Catalunya mientras, en flagrante contradicción con el abrupto gesto intimidatorio, recomienda “reflexión, serenidad y no precipitarse”. Y hay que mencionar la grotesca exacerbación de inexistentes pasiones étnico-provincianas por parte de los que reclaman un retorno a la tierra de origen de los nacidos allí.

 

Estas reacciones primarias, al margen de si deben preocuparnos o si dan risa, contrastan con el proceso en sentido contrario que ha hecho el independentismo en los últimos años. El soberanismo ha acabado siendo mayoritario en Catalunya en la medida en que ha sabido abandonar los viejos tics antiespañolistas. La manifestación de la Diada lo certificó. La independencia de Catalunya ha dejado de ser un combate contra el enemigo para pasar a ser la aspiración colectiva de un futuro ambicioso de prosperidad, justicia social y radicalidad democrática, inimaginable dentro de España. El soberanismo es ahora una expectativa de creación de un espacio definitivamente abierto e integrador para enmudecer las amenazas interesadas de fractura social. El giro ha sido tan rápido y radical que se comprende que algunos todavía no lo hayan captado, ni fuera ni dentro de Catalunya, obsesionados –por razones de supervivencia– en la exageración de los tics residuales del separatismo más periclitado. Esta es la distancia que va de entender la emancipación nacional de los catalanes como un acto de “ruptura” –como insiste en calificarlo el PSC– o de “segregación” –en términos del PP–, a verla como la vía definitiva para poder extender puentes hacia todo el mundo, y particularmente hacia España.

 

He explicado a menudo que, ya hace años, un lector de La Vanguardia me hacía notar que una posible independencia de Catalunya sería sentida por los españoles como la amputación de un brazo. Yo le respondí que tal imagen explicaba la razón de todos los malentendidos. Que los catalanes nos concebíamos como un cuerpo entero, y no como la extremidad de otro. Y que si en España hubiéramos sido reconocidos como un cuerpo entero, no habría habido ningún problema. Pero que nunca nos íbamos a considerar el apéndice de otro. Por esa razón, una Catalunya independiente no se concibe a ella misma como una amputación, sino como el resultado de la emancipación de una tutela autoritaria que le va a permitir realizarse plenamente, participando con voz propia en un mundo cada vez más colaborativo e interdependiente. Sí: paradójicamente, es la creciente interdependencia la que empuja a desear un Estado propio. ¡Al fin y al cabo, no parece que esta interdependencia que alegan en contra de nuestra emancipación haya hecho pensar ni por un momento a los españoles en renunciar su propia soberanía, sino que incluso han insistido en reclamar la de Gibraltar!

 

En España no se acaban de creer lo que ven. Unos dicen que exageramos. Otros piensan que es pura comedia para negociar con más fuerza, fenicios por naturaleza. La mayoría de los españoles –y algunos catalanes desubicados– no pueden creer que tantos catalanes quieran la independencia porque nunca han hecho el esfuerzo de entender que nuestra concepción de nación no es ni étnica ni excluyente. Se imaginan nuestro nacionalismo en imagen del suyo: “piensa el ladrón…”. Las próximas elecciones y la futura consulta les hará ser realistas y se darán cuenta del error y de la oportunidad perdida. La pedagogía que nunca quisieron escuchar, lamentarán no haberla atendido.

 

Finalmente, la metáfora del choque de trenes se habrá demostrado inadecuada. No se enfrentarán ni dos colectividades, ni dos gobiernos, ni siquiera se va a dar cancha a los partidos que querrían sacar partido de un descarrilamiento. Veremos el conflicto entre dos legitimidades. En una esquina, la de una Constitución puesta al servicio de una vieja aspiración asimilativa y no de un proyecto plurinacional. En la otra, la de la voluntad democrática de una nación que quiere contribuir modestamente pero con firmeza a participar en la construcción de un mundo mejor.

 

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