El fin de un argumento

La magnitud numérica y el carácter cívico de la concentración que se produjo el pasado viernes, 12 de octubre, en la plaza Catalunya clarifica el proceso político que estamos viviendo de una manera extraordinaria. Hace apenas un mes, al día siguiente de la Diada, se generó una imagen: la de una mayoría nítida de la clase media catalana que se expresaba afirmativamente. Hasta el viernes pasado, sin embargo, al retrato global, completo, le faltaba una pieza. De hecho, la verdadera naturaleza de la Diada sólo se podía evaluar observando la dimensión de su reverso, es decir, el número de personas que no estaban de acuerdo justamente con lo que allí se pedía. Desde una perspectiva numérica, los dos hechos ni siquiera resultan comparables. Que conste que estamos hablando de personas por metro cuadrado, no de votos: estos los veremos y los contaremos el 25 de noviembre. Intuitivamente, sin embargo, es bastante evidente que la sociedad catalana no se ha polarizado. Si fuera así, el escenario elegido no habría sido la plaza Catalunya, sino todo el paseo de Gracia y el centro de Barcelona, como hace un mes. El otro día ni siquiera se tuvo que cortar el tráfico. El fantasma de un país partido en dos, dividido simétricamente, se ha volatilizado: estas milongas ahora ya no se les puede creer nadie. Y dado el carácter exquisitamente cívico de ambas manifestaciones, hablar de un posible enfrentamiento constituye una barbaridad malintencionada.

 

La Diada de 2012 dio lugar a la visibilización de una nueva mayoría social que no se esperaba nadie, ni siquiera la misma mayoría social recién constituida: la euforia de aquel día tenía también un punto de sorpresa, pero no de incredulidad. El nacimiento de una nueva mayoría inexorablemente acompañado de la eclosión de una nueva minoría, que es la que se concentró pacíficamente el pasado viernes. En este caso, creo que la incredulidad prevaleció quizás sobre la sorpresa, hasta el punto de que la Delegación del Gobierno de España certificó un hecho paranormal: que en la plaza de Catalunya se pueden incluir 7 personas en un metro cuadrado. Este visible cambio de hegemonía no ha sido traumático, como por desgracia suele ser habitual, y esto honra tanto a la nueva mayoría como a la nueva minoría. Salvo en el PSC, que inhibiéndose tácticamente de este proceso ha hecho un papel vergonzoso, el resto de formaciones políticas catalanas, incluido el PP y C’s, han jugado sus cartas como lo han creído oportuno, pero sin hacer trampas. Independientemente de los escaños que cada uno saque el próximo 25-N, pienso que ningún partido, con la excepción ruborizadora del PSC, ha decepcionado a sus votantes.

 

Según la perspectiva etnicista del nacionalismo español, las expectativas de una emancipación nacional de Cataluña contarían siempre con la firme oposición de los que consideraban «suyos», es decir, las personas castellanohablantes y / o nacidas fuera de Cataluña. Es lo que expresaba aquella especie de demente en pedir la deportación de 150.000 catalanes de origen extremeño «a su sitio». Esta gente se debe pensar que Obama es de Kenia porque su padre era nacido allí. Después de sopesar qué pasó el 11 de septiembre con lo que pasó el 12 de octubre, el argumento etnicista de la lengua o del origen geográfico ya sólo lo puede esgrimir un cínico. Todo ello cambia las cosas radicalmente, y no sólo por una cuestión argumental: la nueva mayoría no es ninguna abstracción, y la nueva minoría tampoco. En ambas hay catalanohablantes y castellanohablantes, ricos y pobres, viejos y jóvenes. La nueva identidad de cada uno se ha forjado en torno a unos valores, e incluso de una estética, que se asocian a Cataluña o a España, respectivamente. Nada de extraño: pura normalidad posmoderna, que se da en cualquier lugar del mundo vestida de mil maneras diferentes. En contextos como el catalán, esta modulación axiológica, esa identidad basada en la adscripción a unos valores, tiene por fuerza un componente político. En otros no, por supuesto.

 

En todo caso, lo que les estoy contando dispone de un recorrido mucho más largo. Lo que propuso el catalanismo fundacional a España hace más de 100 años era, básicamente, un cambio de valores: los del viejo imperio colonial que se acababa de pudrir ya no servían. Había que ser un país europeo y trabajar eficientemente. Este argumento, el de la locomotora, también ha perdido su sentido. Sin embargo, todavía lo blandió patéticamente el ministro Gallardón hace unos días. Oyéndole, me vino a la cabeza el verso de una canción de un madrileño de adopción, Joaquín Sabina: «Ahora es demasiado tarde, princesa». Gran pieza.

 

 

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