El sastre ha estropeado el vestido (1 y 2)

No es necesario cada semana romperse la cabeza buscando un tema para la editorial de este boletín. De hecho el propósito de difundir unas ideas y unos valores es y debe ser repetitivo. Y de hecho el conjunto de trescientos editoriales publicados en este boletín desde el mes de junio de 2005 es repetitivo. Y la cosa no ha cambiado tanto. Las situaciones son a menudo repetitivas, o continuación unas de otras.

 

Por otra parte, de estos editoriales, hay algunos especialmente precisos, de bastante ilustrativos o que tuvieron suficiente eco para que se puedan repetir alguna vez.

 

Y concretamente creemos que este es el caso de nuestro editorial del 24 de marzo de 2009. Entonces, por un lado, se había entrado ya en la crisis económica y social pero, por otra parte, las perspectivas de lo que podía ser una muy mala evolución del tema del nuevo Estatuto de Autonomía y de la relación entre Cataluña y España eran ya muy preocupantes. Ya entonces se podía prever que el resultado final del proceso estatutario sería muy negativo y que refrendaria y acentuaría otro resultado muy negativo: el de todo el proceso institucional iniciado con la transición de estructuración del Estado español de acuerdo con su carácter plurinacional y que tuviera en cuenta la personalidad específica de Cataluña. Y que representara la superación del modelo centralista y homogeneizador del Estado. Es decir, ya se veía que el Estado de las autonomías y el café para todos era un fracaso, y que también con esta excusa Cataluña sería seriamente agraviada económicamente (con repercusiones sociales), políticamente (con la residualización de la autonomía) y desde el punto de vista identitario (lengua, cultura, etc.).

 

Es decir, ya se veía que como mínimo en el terreno autonómico y sobre todo en el del reconocimiento de Cataluña el proceso, en algún momento esperanzador, acabaría siendo un fracaso. Un engendro.

 

Esta es la expresión -fuerte y punzante- que describe bien el resultado del proceso. Y así lo escribimos en su momento. Por desgracia ésto se ha confirmado con creces. Y ahora no lo sabríamos expresar mejor, por eso reproducimos íntegro el texto de entonces.

 

EL TULLIDO.

 

La crisis actual española y catalana no es sólo una crisis económica clásica, o una crisis política pasajera, sino mucho más de fondo. Es incluso una crisis que pone en cuestión aspectos básicos de convivencia y reglas de juego elementales. No es una crisis más, no es una crisis cualquiera.

 

Es una crisis de proyecto en común, una crisis de valores compartidos. Es una crisis de gran profundidad [porque es fruto de un engendro. Que en algunos aspectos viene de lejos, pero que sobre todo se ha acentuado durante estos últimos años. Por la crisis general y por la forma como se ha llegado y como se ha conducido. Pero especialmente por cómo se ha actuado en el campo autonómico en general, en todo lo que hace referencia al Estatuto de Cataluña, con el añadido de la sentencia y en general con el trato que ha recibido Cataluña].

 

Por eso en nuestro editorial del 10 de marzo nos comprometimos a dar respuesta a dos preguntas muy de fondo respecto a los efectos de esta crisis sobre Cataluña. En dos aspectos: sobre Cataluña internamente, y sobre cómo esta crisis afecta a la situación política y moral de Cataluña en España.

 

Del primer punto ya hablamos el pasado martes. Hoy toca el segundo.

 

Durante los últimos años en España, y en Cataluña, se ha producido un engendro. Se ha estropeado un proyecto. Y algo se ha roto. Al menos desde el punto de vista del catalanismo. Pero de hecho también desde el punto de vista del conjunto de España.

 

Desde el punto de vista de Cataluña y del catalanismo recordamos que nos habíamos propuesto una serie de objetivos. De hecho una doble lista de objetivos. Entrelazados.

 

En una primera lista figuraban asegurar la propia identidad de Cataluña, con unas instituciones sólidas, un alto nivel de autogobierno y un reconocimiento franco de nuestra personalidad propia (es decir, no un reconocimiento desdibujado y diluido). También el de hacer de Cataluña una sociedad equilibrada y equitativa, con mentalidad cívica y responsable y una economía moderna y competitiva. Con una mezcla de arraigo y de proyección, de Cataluña adentro y de Cataluña hacia fuera.

 

Una segunda lista definía la otra cara de la moneda. Esta Cataluña que queríamos mejor y más reconocida se encuentra situada en el marco español (y europeo) y es un país con voluntad de contribuir al progreso general español, político, económico y social. Y de contribuir también a la formación de una realidad y de una sensibilidad colectivas. De participar activamente en la constitución de este cuerpo colectivo.

 

El catalanismo eso lo había definido con cuatro grandes propuestas para todo el ámbito español: democracia; crecimiento económico y progreso social; autonomía y reconocimiento del pluralismo nacional de España, y Europa.

 

Como decíamos, dos líneas de acción y dos series de objetivos. Enlazadas, al menos en la visión que se tenía desde Cataluña.

 

Dos proyectos que debían avanzar en paralelo y conducir a una definitiva y armónica configuración del Estado español. De una España en todos sentidos consolidada, integrada en el mundo moderno y capaz de sacar provecho de las grandes potencialidades que tiene. Y a la vez con una estructuración interna que reconociera plenamente la realidad y los derechos de Cataluña.

 

En el caso concreto de Cataluña ello comportaba jugar a fondo y lealmente la carta de la democracia en España y de su progreso económico y social. Por lo tanto, ayudar primero a hacer posible la transición democrática y, después, contribuir a la estabilidad y la gobernabilidad españolas (dos condiciones indispensables de progreso de un país). Contribuir a la transformación económica y social de toda España y asumir las responsabilidades que ésto tenía que comportar en un momento de gran trascendencia histórica. Esto es lo que debía ser el papel de Cataluña.

 

Todo esto, dicho de otra manera, muy condensada, que al menos en un punto necesita ser explicitado. Entre los muchos grandes problemas que España tenía pendientes había uno especialmente punzante: el del desequilibrio territorial, el del insuficiente desarrollo económico y social de una parte importante de España. Resolver esto era responsabilidad de todo el Estado, de una buena obra de gobierno y de todos sus territorios.

 

Y la palabra de orden era la solidaridad. Cataluña se apuntó desde el primer momento. De hecho el catalanismo siempre había sostenido que «en un país no puede haber oasis», como decía en 1911 en Cambó, catalanista de derechas, o -cuando se consideraba que el progreso de Andalucía dependía principalmente de la reforma agraria- «la reforma agraria andaluza va a tener un coste que debemos pagar entre todos», como dijo Carner, catalanista de izquierdas y Ministro de Hacienda de Azaña en la defensa de su proyecto de reforma fiscal de 1932. El pensamiento político y social catalán de la segunda mitad del siglo XX ha reforzado esta visión de las cosas. Por ello, hacer posible la recuperación económica y social de la España menos desarrollada era un componente muy importante del pacto tácito de la transición y, más allá de eso, de la nueva ordenación española.

 

Un pacto que Catalunya ha cumplido al pie de la letra.

 

Pero, ¿qué ha pasado? Han pasado tres cosas negativas.

 

1. Ha reaparecido con mucha fuerza el atávico sentimiento anticatalán, probablemente debido a dos factores. El primero -en sí mismo bueno- ha sido el éxito político y económico de sectores y territorios españoles tradicionalmente menos dinámicos pero que han creado una mentalidad suficiente y agresiva en más de un aspecto y en más de una dirección, dentro y fuera de España. El segundo, el protagonismo catalán -muy constructivo pero también reivindicativo-, muy acusado en algunos momentos de los últimos treinta años, ha provocado una reacción negativa. Y muchos políticos españoles han vuelto a descubrir que es fácil ganar votos en España haciendo anticatalanismo. O vender diarios. O simplemente ser aplaudido.

 

2. A caballo de ello el viejo objetivo uniformizador de España ha reaparecido con toda su potencia y aplicado sobre Cataluña. Con una acción que hoy se puede llevar a cabo desde varios frentes: el de la presión económica y financiera, el de una inmigración muy desproporcionada, el de una crisis de los servicios públicos debido a estos dos factores combinados, el de una orientación jurídica restrictiva desde el punto de vista autonómico, etc.

 

3. Finalmente hay un tercer hecho, moralmente muy criticable y políticamente escandaloso, que es la interpretación y la utilización que se ha hecho del concepto de solidaridad. Aquel principio que los años sesenta, setenta e incluso ochenta parecía que iba a ser el cemento de una relación generosa y en todos sentidos productiva -humana, social, económica y políticamente productiva- se ha convertido en un juego tramposo. Ya hace tiempo que la palabra de orden en muchos lugares de España es: «La solidaridad sólo hay que practicarla con los bienes ajenos». Es la palabra de orden, dicho sin vergüenza, de una gran parte de la clase política española. Dicho con tono de directa acusación contra Cataluña. Con mentalidad resentida. Sin ningún esfuerzo de objetividad y de juicio justo.

 

Todo esto -estos tres puntos- deja Cataluña fuera de juego. Al margen. Esto rompe lo que parecía que era el pacto tácito y esperanzador de la España renaciente de la segunda mitad del siglo XX.

 

Un país puede avanzar por méritos propios, y es el caso de España durante las últimas décadas. Puede ir adelante también porque hay factores exteriores que le ayudan y es también el caso de España. Y un país puede tener perspectivas positivas por varios motivos de coyuntura histórica y generacional, de peso cultural, de presencia en el mundo. También es el caso de España. Pero un país también puede estropear sus buenas perspectivas si se deja llevar por la arrogancia y la chulería, por la facilidad y la no exigencia, por el debilitamiento de valores cívicos y morales, por el tono sectario y encarnizado de su acción pública. O por no respeto a partes importantes de su población. También podría ser el caso de España.

 

Todo ello es un engendro. Un engendro no es simplemente un error, no es un fallo. Es «estropear algo», dice el diccionario. Y añade, «mutilar». Tiene un tono de error de muy difícil corregir. «El sastre me ha rasgado el vestido», dice el diccionario o, también, «se ha estropeado el proyecto». Es esto, se ha desgarrado el proyecto.

 

Desde fuera de Cataluña pueden decir que el proyecto que se ha estropeado es el de Cataluña, no el de España. Y pensar que de Cataluña lo único que les falta es el 9% de su PIB, y que si hacen ruido no hagan demasiado. Pero deben tener cuidado. Porque sólo con eso hay momentos en que puede que España sea ingobernable. Sólo con esto pierde buena parte de uno de sus motores. Sólo con esto España pierde uno de sus elementos de estabilización. Y la euforia española de hace cuatro días -y aún para algunos de hoy mismo- no puede hacer perder de vista que España es el país campeón de Europa en paro, y lo será más aún, y con una muy baja mejora de la productividad, y que hay un general desprestigio de las instituciones, que afecta incluso a algo que debería ser tan básico para quienes dicen tener «sentido de Estado» como el Tribunal Constitucional, y que tiene unos hábitos políticos de gran confrontación, de ensañamiento, y que ahora mismo hay un gobierno pedigüeño y desconcertado. España es un gran país, y ha progresado mucho. Pero no le sobra nada de lo que tiene. Y no puede prescindir del grado de confianza que debe haber en un país para seguir adelante. No puede banalizar temas importantes. Ni puede jugar con conceptos de alto valor ético y político (como el de solidaridad, por cierto). No puede hacer trampas.

 

En definitiva, un engendro. No un fallo, o un desajuste, o una mala interpretación, que se resuelven con una llamada telefónica, o un seminario de fin de semana, o una escena de sofá, o un discurso «zalamero» o halagador, y menos aún con promesas de no sé qué.

 

Desde estos editoriales hemos dicho muchas veces que lo que no ha ido bien durante los últimos años -en Cataluña y en la situación política y moral de Cataluña en España- habían contribuido también errores catalanes. Nadie nos podrá tachar de no ver la viga en nuestro ojo. Pero ahora, y cada vez más, ya es hora de reclamar que en España la gente más responsable haga su autocrítica y, sobre todo, que vea cómo pueden cambiar ciertas conductas políticas, de mentalidad y éticas.

 

En este preciso momento Cataluña podrá aportar poco a un cambio. Durante años se ha arriesgado mucho, ya ha dado mucho (no sólo económicamente), ya ha ido muy por delante, ya ha asumido muchas y muy serias responsabilidades. Ya le cansa ser la munición del cainismo español. Ya le cuesta más creer en las promesas. Y ya no le gustan los fuegos artificiales.

 

Participará en el juego, mecánicamente. Y pagando la factura. Quizás España no espera nada más, ni le pide nada más.

 

De momento esta es la situación.

 

«EL SASTRE DEBE HACER UN TRAJE NUEVO»

 

Hasta aquí el artículo de hace tres años. Muy actual. Y no lo sabríamos decir mejor. No sabríamos decir mejor que «un engendro no es simplemente un error, no es un fallo. Es dañar algo, dice el diccionario. Tiene un tono de error de muy mal corregir. «El sastre me ha rasgado el vestido» se dice. Y cuando esto ocurre, el vestido debe reponerse de arriba abajo. Se debe hacer un vestido nuevo.

 

Y ahora en España hay que hacer un traje nuevo. Poco o mucho para todo, porque es todo el país lo que está en crisis. La economía, las instituciones, la moral colectiva, el paro, la marca, el clima político… El rey ha llegado a decir que «dan ganas de llorar».

 

Personalmente no seré tan negativo, pero es verdad que todo se ha estropeado mucho. Todo, pero especialmente el tema de su estructura. Lo que se ha llamado el Estado de las autonomías.

 

Que no es un motor que se pueda reparar con cuatro retoques. Que debe hacerse nuevo, de arriba abajo. Poniendo cada pieza donde corresponde. O, si esto no se puede hacer, o no se quiere hacer, cambiando de motor.

 

 

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