El manifiesto federalista

El manifiesto firmado por 294 intelectuales españoles y latinoamericanos tiene dos aspectos positivos. Reconoce la existencia en Cataluña de «un profundo sentimiento nacional». Y acepta, en un lenguaje retorcido y hermético, que, si ese sentimiento «se manifestara contrario de forma irreductible a mantener las instituciones que nos dimos entre todos» (es decir, proponiendo un Estado propio), los firmantes se comprometen a «encontrar una solución apropiada y respetuosa» (hasta, imagino yo, convencer al Estado español el reconocer el nuevo Estado catalán).

 

Lamentablemente, el resto del manifiesto es desafortunado y, a menudo, deplorable. El manifiesto declara que «la afirmación de que España perpetró agresiones contra Cataluña es una desgraciada manipulación del pasado». En una palabra, el Decreto de Nueva Planta no existió nunca. La prohibición de hablar en catalán por teléfono del año 1896 o la prohibición completa de utilizar el catalán en la posguerra, por citar dos ejemplos, son una invención de historiadores nacionalistas. La abolición de la Mancomunidad por Primo de Rivera y de la Generalitat por el general Franco se hicieron para salvar a Cataluña de sí misma. Los estados de sitio en el siglo XIX y el bombardeo periódico de Barcelona, que el Sr. Peces-Barba defendía sin tapujos como un instrumento necesario para purgar la rabia catalána, quedan convertidos en hechos políticamente irrelevantes.

 

Esta contradicción flagrante entre el manifiesto y la realidad no es fruto de un error por ignorancia sino de una perspectiva histórica muy específica. Entre los firmantes hay buenos historiadores. Por eso mismo, el manifiesto se apresura a dejar claro que las «agresiones», cuando existieron, deben entenderse en el contexto de guerras civiles en las que el conflicto real tuvo lugar entre liberales y conservadores en el siglo XIX o entre fascistas y comunistas en el siglo XX. Los catalanes, «como el resto de los españoles, se dividieron entre los diferentes bandos». El problema catalán no jugó ningún papel.

 

Dejemos de lado, por un momento, que esta interpretación banaliza la represión que sufrieron las instituciones y la cultura catalanas por ser catalanas. Los firmantes del manifiesto imaginan España como un todo unitario, sin pluralismo nacional, simplemente dividida por dos grandes conflictos, el religioso y el social o de clase. Esta negación del conflicto permite a los firmantes de hacer dos cosas: homologar España con otros países europeos nacionalmente consolidados y así «normalizarla», y atribuir todas las culpas de las agresiones a la derecha y al régimen franquista (y a sus colaboradores catalanes). Pero, naturalmente, todo esto deja sin ninguna credibilidad sus protestas de simpatía hacia Cataluña y sus promesas de apoyo al derecho de autodeterminación.

 

Una vez despachado el conflicto nacional, los intelectuales del manifiesto niegan que haya ningún expolio fiscal. Detrás hay un problema semántico que hay que aclarar. ‘Espoliar’ y ‘expoliar’ no quieren decir lo mismo. Tanto en catalán como en español equivalen a despojar a alguien de lo que le pertenece. En español, sin embargo, la expoliación se entiende hecha con ‘violencia’ o ‘iniquidad’. Acepto que el término pueda resultar ofensivo en España. Sin embargo, lo que es innegable es la magnitud del problema fiscal. Recordemos un solo hecho. El sistema de transferencias español invierte el ranking en renta disponible de las autonomías: Cataluña pasa a tener menos, después de impuestos y transferencias, que otras comunidades que eran más pobres antes de pagar impuestos. Este resultado, más radical que el comunismo más igualitario, es injusto (no conozco ninguna teoría de la justicia que lo legitime) e ineficiente (¿quién quiere trabajar para acabar siendo expoliado?).

 

Como el expolio no existe, el nacionalismo es una forma de victimismo. Y el victimismo, una estrategia de los partidos catalanistas para evitar resolver problemas reales y para exculparse de una gestión equivocada de la crisis. Esta afirmación es absurda. Primero, la gestión real de la crisis depende de Madrid. Segundo, la Generalitat es el único gobierno autonómico que, atenazado por los límites impuestos en Madrid, ha intentado cuadrar los presupuestos. Tercero, y en esto hay que pedir a los españoles que despierten de una vez, es el sistema existente de subsidios y distorsiones de todo tipo lo que explica buena parte de la crisis económica que sufre España.

 

Preocupados por la deriva secesionista (y quizás porque sin Catalunya el PP tendría una mayoría eterna), les queda la solución federal. Esta salida no tiene ninguna credibilidad. El Estado de las autonomías ya es, en realidad, una variante de federalismo. Un Senado federal no resolvería nada. Cataluña continuaría en minoría, sin garantías.

 

Ahora se ha puesto de moda elogiar a los catalanes. El manifiesto no es una excepción. Habla de «afecto, admiración y reconocimiento». Esta admiración, sin embargo, no se extiende a las razones que deben hacer posible que Cataluña sea admirable. Y no se traduce nunca en actos concretos. El manifiesto llama a los catalanes a reflexionar pero ni condena las amenazas de militares, ni denuncia los diarios que mienten, ni propone sanciones a quienes usan todo tipo de insultos étnicos ni exculpa por las mutilaciones del Estatuto de 2005. ¡Qué pérdida de tiempo!

 

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