El iceberg y el deshielo

Según mi teoría del iceberg, el poder político sólo es la parte visible, y por lo tanto la más vulnerable, del ejercicio del poder en general. El poder político sería como la parte de los icebergs que queda en la superficie y que no representa más que una pequeña proporción –una novena parte– del conjunto de la montaña de hielo que, metafóricamente, constituiría el conjunto de las relaciones de poder en una determinada sociedad. El poder político, en realidad, sólo tiene una función de arbitraje. En cambio, el conjunto de los poderes fácticos, en esta imagen glaciar, queda representado por la parte sumergida. Unos poderes, pues, que restan opacos a la mirada pública. El poder político se convierte en un intermediario entre, por una parte, la voluntad popular que se expresa en las urnas, y de la otra, los poderes fácticos –económicos, financieros, mediáticos, administrativos, culturales…– que pueden actuar al margen de las lógicas de la representación democrática.

En una situación teórica estable, en este modelo, todo estaría bajo control y en equilibrio. Ahora bien, lo cierto es que los poderes fácticos presionan al poder político y, en algunos casos, incluso tratan de corromperlo a favor de sus intereses. Al mismo tiempo, el poder político intenta –con más o menos éxito– arbitrar estos intereses a fin de que se desarrollen de una manera lo más domesticada posible, en función de unos derechos y unas aspiraciones populares establecidas por la acción legislativa de los parlamentos encargados de interpretar el interés general determinado por unos resultados electorales. En cualquier caso, las tensiones que se producen entre poderes fácticos, poder político y voluntad popular democrática siempre producen desequilibrios que se expresan de manera conflictiva.

Abusando de la metáfora, podríamos decir que ahora vivimos un tiempo de deshielo. Ya no es tan solo la dialéctica entre el interés general y el interés particular aquello que produce las tensiones que los gobiernos tratan de arbitrar, sino que un incremento en la temperatura del mar está produciendo notables grietas en el hielo. La voluntad popular, por una parte, está desbordando la lógica tradicional de los partidos y del debate parlamentario, de manera que en los últimos años ha tomado la iniciativa y está forzando a cambios que pocos, o nadie, habían imaginado. Y, más allá de las consultas electorales, lo hace a través de formas de presión en la calle. Lo nuevo no es que haga presión popular, sino el alcance que está tomando. En Catalunya, por ejemplo, una dinámica popular de respuesta a la larga humillación que se ha infringido al país en general, y muy particularmente a la clase política que intentó la reforma del Estatut, ha acabado imponiendo una agenda política que ya dan por descontada dos terceras partes de los catalanes: el derecho a decidir.

Sin embargo, este desbordamiento por deshielo parece que también se produce por la otra parte, la de los poderes fácticos. Estos poderes, tradicionalmente, han tenido sus mecanismos formales e informales de presión que, como decía antes, en algunas ocasiones han llegado a corromper el poder político. Estos días se descubren grandes evidencias de ello. Pero lo cierto es que parece que tales poderes no están dispuestos a resignarse a utilizar sólo aquellas lógicas de presión tradicionales, y están tentados traspasar todo tipo de líneas rojas. En nuestro país, por ejemplo, determinados poderes fácticos no digieren que el presidente Artur Mas haya tenido la osadía de antes atender a la calle que a los cenáculos en los que se reúnen los poderes fácticos, incluso que haya actuado sin antes pedirles permiso. En este sentido, me parece muy sintomático el artículo que escribía en este diario Alain Minc, “Error fatal”, un empresario estrechamente vinculado, entre otros, con intereses que dependen de concesiones públicas. Minc, apuntándose a las amenazas habituales que llegan de los aparatos del Estado español –Europa nos va a dejar tirados, Catalunya fuera de España no tiene salvación, etcétera–, menciona un quinto y último “error fatal” que todavía no se había formulado con tanta claridad. Según Minc, este error sería: “La creencia en la irresistible voluntad popular, la idea de que, ante un referéndum, ninguna regla institucional se resiste”. Encuentro francamente clarificadora la opinión de alguien que representa tan bien aquello que calificaba de poderes fácticos, precisamente porque habitualmente opinan y actúan en la opacidad. Es de agradecer que nos dé su opinión de que “un referéndum ganado por unos puntos por encima de la mayoría no puede borrar los límites que establece la Constitución española”. Tomamos nota de la advertencia.

Ahora bien: lo cierto es que el mundo ha progresado no sólo con el respeto escrupuloso de las reglas de derecho, sino transformándolas de manera forzada. La abolición de la esclavitud, el derecho de voto de las mujeres, la superación de la discriminación racial, la propia democracia en España no hace tantos años, no se produjeron dentro de las reglas de derecho, sino cambiándolas tras años de lucha desigual. De hecho, todas las celebraciones nacionales de independencia, también la francesa, por definición lo son de alguna transgresión del orden anterior. Escribe el señor Minc que la independencia de Catalunya sería una decisión “de carácter irreversible, cuyas consecuencias son incalculables”. Estoy de acuerdo. Sólo que yo creo que serán consecuencias incalculablemente… positivas. Y espero, también, que irreversibles.

 

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