El gran desafío es interno

La ambición nacional que ha planteado una clara mayoría de la sociedad catalana, más que un cambio de estatus en la relación con España, exigirá una metamorfosis interna de una magnitud enorme. El hecho de que, de entrada, el grueso del conflicto se haya proyectado en la posible secesión de España, no sólo enmascara la dimensión del desafío, sino que, lo que es más grave, oculta su verdadera naturaleza. Dicho en dos frases: una, la empresa más importante que encarará una Cataluña independiente es la de la transformación interior, y dos, la razón de todo esto no es tanto huir de un estado maltratador, que también, como poder dibujar un horizonte propio de justicia y prosperidad.

Creo que, aunque pueda parecer obvio, es necesario repetirlo y tenerlo muy presente para no errar en el análisis de las tensiones que empezamos a ver en la sociedad catalana, y sobre todo de las que veremos en los próximos meses. Quien primero lo ha empezado a sufrir ha sido el Partido de los Socialistas de Cataluña. A primera vista, podríamos pensar que el conflicto que viven los socialistas catalanes se debe sólo a la colisión de intereses entre el PSOE y el PSC en el ámbito del catalanismo. Y esta dimensión es ciertamente relevante. Pero, desde mi punto de vista, el gran debate que debe resolver el PSC es otro. De hecho, su pérdida de centralidad política es anterior al dilema soberanista. Y tiene que ver con una cuestión de relevo generacional mal resuelta. Y con la revisión del ideario socialdemócrata, en crisis en toda Europa. O de su ceguera para leer a tiempo los cambios profundos que asediaban a la sociedad catalana, a la que ahora no tiene nada de especial que ofrecer. Si el PSC sólo se centra en el conflicto entre unionistas y soberanistas, no tendrá otra salida que la de una división que no aprovechará ni a unos ni a otros, porque de unionistas y soberanistas ya vamos servidos.

Ahora bien, el caso del PSC no es muy diferente de lo que tendrá que encarar CiU en los próximos tiempos. El modelo de federación que ha sido la relación de CDC con UDC se estableció para jugar una partida política diferente de la actual, y sobre todo de la futura. Hasta hace cuatro días, la ambigüedad de la suma no había sido un obstáculo sino una de las bases en las que CiU fundamentaba sus éxitos electorales. Pero en las últimas elecciones esta ambigüedad ya se convirtió en una de las muchas causas del fracaso en la expectativa de resultados. Y esto no ha hecho más que empezar. La federación debe decidir si es mejor hacer la ruptura lo antes posible y de forma civilizada, o si prefiere una ruptura sobre una relación gangrenada. Vuelvo a lo de antes: no es sólo cuestión de más o menos soberanismo, sino de acomodación al cambio de paradigma político que significa la aspiración al Estado propio. Quizás al combate partidista le basta denunciar a un Duran unionista, pero el problema de fondo no va por ahí. La relación entre CDC y UDC señala un modelo caduco, y o se reinventa o, incluso habiendo liderado la victoria hacia una Catalunya independiente, desaparecerá.

Lo que digo del PSC y de CiU se puede hacer extensivo a cada uno de los partidos que determinan los discursos políticos y los equilibrios parlamentarios actuales. Pero también afecta a las principales instituciones del país. Para empezar, las económicas, tal y como pone de manifiesto el fiasco anunciado del acto que prepara la patronal Fomento del Trabajo para el próximo día 14. Que una parte del empresariado siga mirando hacia atrás para salvar sus viejas hegemonías dice muy poco de la capacidad de adaptación al futuro y de la preparación para asumir los riesgos que les supone. Y detrás de las organizaciones económicas van todas las demás.

Una Cataluña independiente exigirá un cambio interno radical. Es un error propio de los temerosos pensar que la independencia sólo se puede saldar con la fractura social. Todo lo contrario: para quienes queremos un país emancipado, sólo la posibilidad de decidir nuestro futuro -dentro de los márgenes que ofrece un mundo global, claro- puede garantizar poder seguir con éxito la lucha siempre titánica para ser un solo pueblo, es decir, de hacer definitivamente posible el «plebiscito cotidiano» -como decía Renan- que nos calificará como nación.

 

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