La expresión de la voluntad

Las características más destacables del catalanismo soberanista y socialmente transversal de este siglo son su carácter propositivo y el electivo. Es verdad que en su catálogo de argumentos aún tienen peso los memoriales de agravios históricos y el tratamiento injusto que Cataluña recibe del Estado en los terrenos económico, político o cultural. Esto, por supuesto, provoca reacciones de indignación y de fatiga. Pero, a pesar de la proliferación de tonterías en muchos medios de comunicación españoles, que mienten calculadamente sobre la situación catalana y fomentan brotes de catalanofobia, entre el catalanismo más popular y más ampliamente compartido no se ha alimentado nunca un sentimiento antiespañol. Con la población española no hay ningún problema de relación. Como tampoco hay, más allá de rivalidades políticas, entre la gente catalana que se siente fundamentalmente o sólo española y la que sólo se siente catalana.

Ni las formaciones políticas del catalanismo ni los medios de comunicación han atizado nunca, en Cataluña, ningún sentimiento antiespañol. Y, de hecho, la emergencia del soberanismo se ha ido produciendo, hasta hace cuatro días, mientras la mayoría de medios y de fuerzas políticas lo ignoraban informativamente y menospreciaban políticamente. Ha habido bolsas grupusculares de fundamentalismo catalán excluyente e intransigente. Pero, desde la perspectiva catalana, la causa principal de los conflictos y el malestar denunciados por la gente del catalanismo, y la diana de las movilizaciones, es el estado español. El Estado, no la gente. Hay un problema grave de relación con el Estado y su concepción cerrada y acabada de España, que excluye la posibilidad de formar parte desde cualquier condición no prevista en la Constitución. Desde la perspectiva del catalanismo mayoritario se trata de una verdadera exclusión. El Estado dicta quién es español y cómo se debe ser. No es una invitación, es una obligación. El Estado te marca y te asigna una identidad irrenunciable e inmutable. En estas condiciones, la voluntad de las personas se convierte en irrelevante. Pierdes el derecho a afirmar quién eres, o manifestar quién quieres ser o cómo quieres ser. Por ello, continuando la amable y estimulante conversación -a pesar de las discrepancias- que me propone el profesor Alfredo Pastor («Ser o querer ser», ARA, 08/02/2013), hablar de relación colonial no resulta injustificado, si aceptamos considerar Cataluña como un sujeto histórico y político consistente. La subordinación económica, política, cultural e identitaria quizás permite metáforas más precisas. Pero ésta tiene la virtud de señalar dónde está el poder y subrayar la desigualdad de las relaciones.

Afortunadamente, durante el posfranquismo, el catalanismo defensivo y resistente ha ido abriendo paso a una concepción más abierta, desacomplejada y propositiva. No se formula en contra de nadie, ni para decirle a nadie quién es, qué es o cómo debe ser. Ni siquiera es ya una reacción en contra del Estado que le niega a Cataluña la condición de nación. Es un movimiento democrático, transformador, que quiere construir un nuevo Estado. Un Estado que garantice los derechos democráticos y sociales fundamentales. Incluso el de elegir la propia identidad. Porque no todo el mundo que vive en Cataluña debe sentirse catalán. Sólo porque, quien quiera, pueda hacerlo sin tener que renunciar a ningún otro derecho. La ciudadanía, la misma para todos, sin excepciones ni discriminaciones de ningún tipo. La identidad, la que elija cada uno.

Entiendo y respeto, profesor Pastor, las personas que consideran el proyecto soberanista «inviable, o innecesario, o excesivamente costoso». Cuando hablo de «aclimatados», los califico desde una posición determinada: la independentista. Pero lo hago, sobre todo, con intención descriptiva: ellos piensan que las vinculaciones establecidas no son tan terribles y que, con algunos retoques, podríamos seguir como estamos en beneficio de todos. Yo pienso, en cambio, que ya no podemos continuar como hasta ahora. Que el problema no son los excesos puntuales de un gobierno del Estado o una coyuntura de crisis económica. El problema es la naturaleza de la relación entre España y Cataluña. Y, como me parece perversa, desigual y basada en la dominación y la imposición, creo que la población catalana tiene el derecho de intentar cambiar, por vía democrática, esta relación.

Por eso veo tan importante que se pueda hacer realidad «cuanto antes» nuestro principal punto de acuerdo: «una consulta, hecha en buena y debida forma». Haciéndola, sabremos el apoyo efectivo de cada uno y si el Estado es democrático.

 

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