Discernir, más que hacer sangre

Llueve sobre mojado. Si la vida política institucional ya hacía años que iba por el pedregal del descrédito, de repente parece que se ha despeñado definitivamente y que es en caída libre hacia la nada de la desconfianza indiscriminada. En la impresión general que la acción política iba a la  suya al margen de una buena interlocución con el ciudadano de a pie, ahora se añade la explosión de los casos de corrupción -presunta o confesa-, los de prevaricación y turbios tráficos de influencias, los de espionaje de todos a todos o las formas más que dudosas de financiación de los partidos, como los escandalosos sueldos que reparten las diputaciones por la dedicación al servicio de los partidos.

Lo más grave es que todo conforma un magma confuso que implica a todos sin permitir hacer distinciones ni de personas, ni de gravedades, ni de responsabilidades. La situación, desde el punto de vista comunicativo, casi sólo permite unirte al pim-pam-pum de la descalificación general, y cualquier intento de análisis medida te hace sospechoso de relativizar la gravedad, si no incluso de complicidad. La lógica mediática, más que favorecer el juicio crítico fundamentado en la información veraz, se vierte en el espectáculo del linchamiento público sin juicio. Ahora mismo, si en público no añades leña al fuego y no te haces el escandalizado desde la más encendida indignación, te acusan de encubrir la corrupción. Y los que siempre habían tapado mediáticamente determinadas malas prácticas, o habían participado directamente en ellas, ahora se lanzan como hienas sobre los acusados ​​para enmascarar cualquier sombra de sospecha.

Pero sí es cierto que en tiempos de lo que con tanta ligereza se había calificado de oasis político habría sido necesario denunciar con más coraje todo lo que se escondía, en cambio soy de la opinión que en los tiempos actuales el compromiso intelectual intelectual exige no sumarse a la indignación indiscriminada sino serenar los ánimos. Serenar y proporcionarles criterios que hagan posible un discernimiento que nos aleje de los deseos de venganza, de ajuste de cuentas y que nos advierta del riesgo de poner la esperanza en ilusas regeneraciones catárticas. Ahora, en lugar de utilizar la denuncia airada, el coraje hace falta demostrarlo haciendo notar que no todo es un pudridero, que no es cierto que la mierda nos llegue al cuello, e insistiendo en que sólo con el retorno a la decencia común que han conservado tantas y tantas personas e instituciones podemos recuperar el arma regeneradora más exigente de todas: la confianza.

El caso de los cientos y cientos de dossiers de espionaje es una muestra clara de cómo hemos perdido el sentido de las proporciones. Veremos si judicialmente se va más allá de alguna condena por el uso de procedimientos de escucha ilícitos. Pero en general sólo se encontrarán recopilaciones de información banal, y horas y horas de maledicencia utilizada para buscar la complicidad del interlocutor y obtener cuatro chismes y un par de rumores inciertos sobre el adversario. Mi impresión es que la alarma no es por si se desvelan grandes secretos, sino todo lo contrario: por si queda en evidencia la profunda banalidad de las confidencias políticas que se suele hacerse alrededor de una mesa de restaurante. En este sentido, entiendo la crispación de Alicia Sánchez-Camacho por si se desvela la naturaleza de su conspiración con Victoria Álvarez en La Camarga: pura conversación tabernaria disimulada con una comida bastante decente a cargo del presupuesto de unas dietas pagadas con dinero público.

Es cierto que la debilitación de los liderazgos y las instituciones, el creciente escepticismo sobre la regeneración de la vida pública y la provocación de un clima de desmoralización afectan la autoestima colectiva necesaria para encarar los grandes desafíos que Cataluña tiene planteados. Y diría que hay quien se ceba en remover el estercolero con esta miserable esperanza, a falta de otras armas. Por eso, repito, más que caer en la trampa mediática tan agradecido de la santa indignación, hay que hacer un ejercicio sereno de discernimiento crítico, aunque no merezca el aplauso de ese público al que parece que sólo le apacigua hacer sangre.