Corrupción: hablar menos y hacer más

La corrupción existe tanto en el ámbito público como en el ámbito privado, pero es en el primero, especialmente cuando afecta a los gobiernos, cuando tiene más repercusiones sociales. En términos generales, incluye todo un conjunto de prácticas, como el enriquecimiento delictivo, los sobornos, el intercambio o compra de decisiones públicas favorables, el nepotismo, el caciquismo y las redes clientelares, la financiación ilegal, la desviación de fondos públicos, etc.

 

No se trata precisamente de una novedad. Hay constancia de prácticas de corrupción desde las antiguas civilizaciones de Mesopotamia y Egipto. También se dieron casos de acusaciones en la Grecia clásica, incluso en relación a personajes con fama de íntegros (Pericles, Demóstenes, etc). En Roma la compra de votos y de cargos, así como las prácticas clientelares, eran un signo de la influencia y prestigio de determinados dirigentes. La frontera entre la desviación de fondos públicos y los negocios privados era a menudo difusa. Y Maquiavelo menciona que un Estado difícilmente puede afirmarse sin este tipo de prácticas. En fin, se podrían citar muchos casos en la historia europea de los últimos siglos en que principalmente la nobleza civil y eclesiástica forzaba el cambio de cargos, interpretaba las leyes de acuerdo con intereses particulares y establecía comportamientos que hoy calificaríamos de mafiosos.

 

En el siglo XX, la corrupción ha formado parte de los regímenes populistas totalitarios, tanto de derechas como de izquierdas. En las democracias liberales actuales, la situación parece ser bastante diferente según los estados. Digo «parece que es» porque, por definición, resulta difícil, por no decir imposible, hacer rankings con criterios objetivos sobre prácticas de corrupción. El más conocido es el que ofrece anualmente Transparency International, pero está basado en las percepciones subjetivas de los ciudadanos sobre el grado de corrupción de sus estados. En términos europeos, y en contraste con los países latinos y de tradición católica, la actitud y mentalidad impulsada por la ética protestante parece que es un elemento diferenciador favorable contra las prácticas de corrupción. Las democracias que parece que son menos corruptas son las nórdicas y algunas centroeuropeas. En el caso español, las evidencias indican que aquí quien la hace, no la paga, sino que más bien la cobra. La legislación y los procedimientos de control resultan muy livianos. Parecen pensados para que las cosas sigan igual.

 

Es verdad que la mayoría de políticos de las democracias son honrados, pero también lo es que la mayoría de las prácticas de corrupción no se conocen ni se conocerán jamás. El hecho básico de estas prácticas es la interrelación entre el mundo económico y financiero (grandes empresas, bancos y lobis) y los gobiernos, partidos y administraciones de los diferentes niveles territoriales. Otros factores que facilitan estas prácticas son la connivencia de silencio con algunos grupos mediáticos, la lentitud, a menudo exasperante, de los tribunales de justicia, así como su habitual politización, que diluye la separación de poderes (tribunales supremos, constitucionales), la falta de medios de investigación propia de los procedimientos de control (tribunales de cuentas), la opacidad informativa en el interior de la misma administración pública, la falta de incompatibilidades entre las esferas pública y privada, las competencias en urbanismo del poder local, la falta de control efectivo del gran fraude fiscal (se persigue más eficazmente el pequeño fraude que el gran fraude), la prescripción de los delitos de corrupción, las amnistías fiscales, o la financiación ilegal de los partidos políticos.

 

Los efectos de la corrupción son múltiples. Desprestigia no sólo al corrupto y su partido o institución sino al conjunto del sistema político: aumenta el escepticismo y el desinterés de la ciudadanía por los asuntos públicos; reduce la eficiencia (cuando una empresa recibe una adjudicación a través de sobornos no tiene por qué ser la más eficiente); reduce las inversiones y hace crecer tanto la economía sumergida como la opacidad del fraude fiscal y las desigualdades en la distribución de renta, etc.

 

El combate contra la corrupción constituye uno de los objetivos permanentes para lograr una democracia de calidad. Hay remedios políticos, institucionales, económicos, mediáticos, legales, administrativos y culturales. Hay que proceder a una implementación creíble de medidas. Pero sería mejor hacerlas no a partir de pactos entre partidos -que son actores involucrados en lo que se quiere corregir- sino a través de personas independientes y conocedoras de las prácticas de corrupción en los diversos ámbitos implicados.

 

Nota final. Para que Cataluña se dote de una democracia propia y de calidad es necesario que la Generalitat cuente, además, con una sólida política exterior y con unos servicios competentes de inteligencia. El Estado los tiene y los hace y hará servir constantemente. Se trata de dos estructuras de Estado básicas para encarar profesionalmente el proceso político actual.

 

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