Pronóstico a seis meses vista

Hago un pronóstico para dentro de seis meses: a partir del otoño de este año, en España se empezará a extender la opinión de que, resumidas cuentas, lo más conveniente para todos es que Cataluña decida su futuro político con libertad. Y que, si quiere, siga su propio camino fuera del Estado español. Ya cuento que en la mayoría de lectores este vaticinio les parecerá por completo improbable. Pero mi idea es que el hecho de que se cumpla o no depende de nosotros mismos. Y, como veo que cada vez somos capaces de actuar con más inteligencia ante el desafío que representa el proceso de emancipación que hemos formulado, creo que está a nuestro alcance conseguirlo.

 

Vale decir, para se exactos, que mi augurio no parte de cero. Hace pocas semanas, en un acto organizado en Cornellà por la Asamblea Nacional Catalana, el cantante Ramoncín manifestaba que si fuera catalán votaría a favor de la independencia. Más recientemente, ha sido el catedrático de ciencia política de la UNED, Ramón Cotarelo, quien sostuvo que si fuera catalán sería independentista. Y, en unos términos más moderados, en las páginas del ARA del pasado sábado, el catedrático de matemáticas y rector de la Universidad Complutense, José Carrillo, aunque consideraba que si fuera catalán preferiría quedarse en España, opinaba que los catalanes deberían poder ejercer el derecho a decidir. Y estoy convencido de que esto sólo son las primeras muestras de un deshielo que se irá extendiendo rápidamente.

 

No es extraño que hayan tardado tanto en manifestarse estas primeras muestras de cordura española. El fracaso del catalanismo autonomista durante casi treinta años -sumando Pujol y Maragall- de ir a «hacer pedagogía» a España queda demostrado por la notable sorpresa con que se ha recibido nuestro despertar independentista. ¡Eso sí que ha producido un verdadero estado de shock emocional! Ya se había advertido que era imposible que aquel pedagogismo condescendiente cargado de ambigüedades -lo de ir a educar a la ignorancia española sin saberles decir exactamente qué queríamos- no llevara a ninguna parte. España siempre interpretó que todo era un miserable recurso al victimismo para chantajear al Estado. En cambio ahora, de repente, han descubierto una Cataluña que ha dejado atrás tanto el victimismo como la arrogancia para -con toda naturalidad- asumir el deber de decidir su futuro con plena libertad. Y ante la sorpresa de una situación no esperada, el proceso de aceptación de la nueva circunstancia, como en el caso del duelo, debe seguir la pauta prevista: primero se niega la realidad, luego se acepta con una resignación depresiva y finalmente se encuentra un nuevo sentido hasta encajarla positivamente en un nuevo horizonte. Ahora apenas empiezan a pasar del primer al segundo estadio.

 

Perp he dicho al principio que el cumplimiento del pronóstico -no es, pues, una profecía- depende de nosotros. Y lo que los catalanes tenemos que hacer para conseguir que se acepte nuestra decisión sin hacer dramas es dejarla de plantear, precisamente, como una afrenta a España. Hay un cierto independentismo que todavía tiene demasiado arraigada la retórica antiespañolista como razón de ser. Necesita, para justificarse, insistir en unos maltratos pasados. Escuchándolo, parecería que todos nuestros males se curarán sólo por el hecho de emanciparnos. Pero esta lógica que acentúa el enfrentamiento con España tiene dos pegas. La primera, que hiere el sentimiento de los catalanes que podrían apoyar el derecho a decidir pero que nunca lo harán a costa de sus vínculos españoles. Y la segunda, que hiere el orgullo español, lo que no ayuda a la comprensión de un proceso que, como he dicho en otras ocasiones, más que una secesión, debería entenderse como la voluntad de construir un puente entre iguales. Dicho de otro modo: sólo conseguiremos que la opinión pública española acepte nuestra causa si entiende que no es una causa en su contra. Porque no lo es, ¿verdad?

 

http://www.ara.cat/