Defender los privilegios

Son los grandes accionistas del negocio, los que llevan décadas -toda la vida- cortando el cupón y cobrando el dividendo en forma de pensiones, de condecoraciones, de sillas en el Consejo de Estado, de presidencias o vocalías de patronatos y empresas públicas o que lo eran antes de ser privatizadas, de consejos de administración y tantas otras prebendas. Es lógico, pues, que cuando han oído planear sobre esta saneada empresa que es suya el peligro de una crisis grave, de una amputación, se hayan movilizado a fin de impedirlo. Lo hacen -dijeron- » para demostrar que hay cosas que están por encima de las diferencias ideológicas». Efectivamente: se llaman intereses y privilegios.

 

Estoy hablando de una iniciativa que las convulsiones político-mediáticas de estos últimos dos meses han eclipsado un poco, pero que bien merece ser glosada y analizada: la creación, bajo el impulso de José Bono y Eduardo Zaplana, de una Fundación España Constitucional que se propone «reforzar la cohesión de los ciudadanos españoles a través de la defensa de la Constitución», y reunir a todos aquellos que «se refieren a España sin complejos, como una imagen de marca superior a la de cualquiera de sus partes de forma individual».

 

Por ahora, apoyan la operación una treintena larga de ex ministros de la UCD, del PSOE, del PP e incluso de Franco o, como alguno de ellos lo ha descrito, de «exministros de España». Encontramos en la lista nombres que resulta fácil asociar con capítulos y episodios no muy edificantes de la historia política de los últimos cuarenta años: Fernando Suárez (vicepresidente del gobierno que aprobó los fusilamientos del 1975), Ángel Acebes (el de las mentiras del 11-M de 2004), Carlos Solchaga (alias el enano de Tafalla), Magdalena Álvarez («Antes partáa que doblá», la del desbarajuste de Cercanías), María Antonia Trujillo (la de los pisitos de 30 metros cuadrados), José Pedro Pérez-Llorca (alias el zorro plateado).

 

Con ellos, muchos otros nombres representativos de la casta política que lleva dos siglos acampada sobre el Estado y viviendo de ello a sus expensas: Javier Gómez Navarro, Gustavo Suárez Pertierra, Marcelino Oreja Aguirre, Jaime Lamo de Espinosa, Rodolfo Martín Villa, Rafael Arias-Salgado, Jerónimo Saavedra, Elena Salgado, Ana de Palacio, etcétera.

 

Que los dos capitanes principales de la iniciativa sean el folclórico José Bono (el consuegro de Raphael) y el desaprensivo Eduardo Zaplana («Yo estoy en política para forrarme»), hoy alto ejecutivo de Telefónica, favorece la caricatura. Quizás por ello, los ex presidentes de Castilla-La Mancha y del País Valenciano, respectivamente, se inclinan por dar un paso atrás y sugerir, como cabeza visible de la Fundación España Constitucional, al incombustible Rodolfo Martín Villa, que lleva cincuenta años sin bajar del coche oficial pero a quien la antigüedad de sus cargos gubernamentales (dejó el consejo de ministros en 1982) infunde una pátina de respetabilidad.

 

Si, finalmente, el elegido para presidir la nueva fundación es Martín Villa, será un enorme gesto de coherencia, y me gustaría explicar por qué.

 

Hace unos meses me llegó a las manos, proveniente supongo del archivo de Anton Cañellas, la copia de una carta que Rodolfo Martín Villa (entonces ministro de Administración Territorial) envió con fecha 6 de abril de 1981 al presidente de Centristes de Catalunya-UCD y líder de esta formación en el restaurado Parlamento catalán. Era una carta de tono áspero, en el que el remitente advertía de entrada: «Cada día que pasa me preocupa más el tema catalán». Y añadía: «Cuando hace tres años permitimos la operación Tarradellas quedó acordado que estábamos dispuestos a admitir una pluralidad, cosa muy distinta a lo que se ha ido gestando ahí. […] Podemos entender que, entre vosotros, Pujol se considere presidente, pero otra cosa es que acabe creyéndoselo y actuando al margen. Los responsables del Estado no lo podríamos permitir».

 

«Repito -continuaba el ministro- que es vuestro problema el que me preocupa porque el vasco, en cambio, ya está en vías de solución». Y, después de reprochar duramente a Cañellas el apoyo parlamentario que CC-UCD daba a Pujol -¡en alianza, además, con la Esquerra de Barrera!-, Martín Villa remataba con las siguientes palabras: «Está demostrado que esta gente [los nacionalistas de Pujol] tiene una concepción del Estado que no coincide con el que debemos establecer».

 

Y bien, estas son las concepciones constitucionales de aquellos que se llenan la boca de respeto a la carta magna: el regreso de Tarradellas fue una concesión graciosa de Madrid, no la satisfacción de una demanda democrática masiva; el Estatuto de 1979 estableció una apariencia de autogobierno que las ínfulas de Pujol pretendían -¡horror!- convertir en realidad, dotar de contenido político, propiciando «Otra locura como la de Companys, que puede llevarnos a lo del 36″[sic].

 

Hace más de tres décadas, desde la Loapa, que a la preservación del unitarismo, a la defensa de los privilegios de los altos aparatos del Estado, le llaman lealtad constitucional, y al cuestionamiento de estos intereses de casta lo llaman locura, subversión… o nazi-fascismo. Afortunadamente, en Cataluña ya no nos dejamos impresionar.

 

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