Claridad y complejidad

El camino soberanista que los catalanes hemos emprendido es, al mismo tiempo, de una extraordinaria claridad argumental y de una extrema complejidad procesual. Quiero decir que, en primer lugar, las razones que le amparan son fuertes: una demanda democrática radical a favor del deber de decidir nuestro futuro político, y todos los fundamentos históricos, económicos, culturales, lingüísticos y políticos que hagan falta. (Eche un vistazo a www.elclauer.cat ). En segundo lugar, hay que reconocer que la vía que lleva hacia la constitución de un Estado propio no está nada trabajada: no está jurídicamente regulada, no hay posibilidades de establecer una hoja de ruta precisa y los antecedentes de nuestro entorno geopolítico sólo sirven a medias.

Es por eso que las dos mayores amenazas que tiene el proceso son la de la confusión y la de la simplificación. La primera amenaza llega, fundamentalmente, de parte de los enemigos -externos e internos-del proceso. Su objetivo, a falta de buenos argumentos, es la creación de confusión. Los adversarios pueden jugar a desacreditar nuestros liderazgos políticos -si es necesario, recurriendo a falsos informes policiales para hundir sus expectativas electorales-, pueden agitar todo tipo de esperpentos para atemorizar a las personas que se sienten más débiles y, en general, trabajan malévolamente para disminuir la autoestima de los catalanes, que desde siempre ha sido nuestro punto débil. Como añadido, acentúan aún más la confusión apelando, astutamente, justo al contrario de lo que pretenden. Es decir, exacerban la división del país en nombre de la unidad, desacreditan nuestras instituciones afirmando que lo hacen para salvar su honor o apelan a la necesidad de regeneración de nuestros dirigentes aunque ellos mismos están enmierdados hasta el cuello. Véanse si no las permanentes llamadas a exasperar una sentimentalidad española que la quieren incompatible con la emancipación del país, el desmerecimiento de nuestra policía para salvarla, dicen, de ella misma, o las peticiones farisaicas para que se haga limpieza en las filas del gobierno hechas por los que militan en un partido de manos sucias, y que, con la sola publicación de una conversación privada de su dirigente en Cataluña, les bastaría para ver amenazado todo su crédito político.

La segunda amenaza, la de la simplificación, llega de parte de algunos defensores del proceso hacia la independencia. La petición de respuestas fáciles para establecer hojas de ruta sin curvas, la prisa por establecer fechas finales o una cierta frivolidad ante la fuerza del Estado español para hacernos pagar un precio muy alto por nuestro deseo de libertad, suelen ser frecuentes entre los nuestros. Pero también responden a esta tentación simplificadora de la complejidad todos los análisis que confunden la prudencia de nuestros dirigentes políticos con una supuesta debilidad y desorientación. Tanto criticamos sus representaciones mesiánicas, como parece que les pedimos que cada semana bajen del Sinaí con unas tablas de la ley. Y, claro, participan del instinto simplificador todos los que quisieran que eso que llamamos sociedad civil se expresara de manera unánime, en una sola voz. Es decir, los que querrían reducir sus diversas urgencias, sus estilos y  especializaciones, empobreciendo una pluralidad imprescindible para incorporar al proyecto de país el máximo número de sensibilidades e intereses. O bien los que se imaginan que el éxito depende de la posibilidad de mantener el país en estado permanente de movilización, arriesgándose a una fatiga letal.

Desde mi punto de vista, la tozudez en mantener la claridad argumental y en respetar la complejidad procesual son dos pilares fundamentales para el éxito del desafío que democráticamente nos hemos impuesto. La una debe permitir resistir bien las amenazas confusionarias del adversario. La otra debería ahorrar las tentaciones de usurpación populista de un proceso que requiere el máximo rigor para ser reconocido internacionalmente como legítimo.

 

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