Miserias de los catalanes

España ha cometido y comete agresiones de toda índole a fin de asegurar la continuidad en la dominación. Si en el siglo XVIII el Principado fue anexionado mediante una conquista militar y mantenido bajo el yugo borbónico a base de violencia, represión y genocidio cultural, en el más civilizado siglo XXI la sujeción se expresa en el estrangulamiento económico, la presión contra la normalización lingüística y la falta de reconocimiento jurídico de nuestra condición nacional. También, como hemos visto estos meses, en el espionaje, la infiltración y las maniobras arteras para desguazar cualquier estrategia soberanista. Pero no haber consumado aún la ruptura ni el gesto de emancipación es, en última instancia, sólo atribuible a nuestra impotencia.

 

La constatación es especialmente hiriente si la comparamos con otras comunidades nacionales que han alcanzado la condición de Estado superando dificultades mucho más abrumadoras que las que nos afectan a nosotros. El reciente libro de Martí Anglada ‘Cuatro vías para la independencia’. Estonia, Letonia, Eslovaquia y Eslovenia (Pórtico, 2013) nos ofrece algunos motivos de reflexión en este aspecto. Cuando a veces asociamos con resignación el carácter servil catalán, nuestra torpeza en cuestiones de poder, a las turbulencias y los padecimientos de nuestro pasado cercano (en esencia a la llamada guerra civil y a los cuarenta años de dictadura franquista) acostumbramos a omitir que cualquiera de los Estados de la Europa del este que alcanzaron la independencia durante los primeros noventa del siglo XX habían sufrido convulsiones mucho más profundas y mucho más persistentes en el tiempo que nosotros. Podemos poner los ejemplos de Estonia y Letonia que Anglada ofrece en su libro: ocupados por el imperio del zar desde el siglo XVIII, acceden a una breve independencia tras la revolución de 1917 para ser descuartizados con los pactos germanosoviéticos de 1939. Stalin ocupa las dos repúblicas hasta que Hitler decide invadir la Unión Soviética en 1941, y a partir de 1942 tanto Letonia como Estonia pasan a ser botín de guerra alemán. Stalin volverá a reconquistar el territorio báltico que caerá en un largo invierno de tenaza comunista durante más de cuarenta y cinco años, un periodo en el que se impulsará la inmigración rusa hasta llegar a una presencia de rusos étnicos durante la década anterior a la independencia de más del 40 por ciento de la población.

 

Cuando se disolvió la Unión Soviética el presidente Pujol esquivaba las analogías entre el caso báltico y el catalán afirmando que Cataluña quizás era como una de esas repúblicas (en concreto, citaba Lituania) pero que España no era la Unión Soviética. El presidente remarcaba las diferencias entre las «metrópolis» para destacar el supuesto carácter democrático de España en contraste con la dictadura totalitaria soviética, pero podría haber resaltado que los lituanos, los letones y los estonios se estaban separando de una superpotencia militar que había tenido influencia sobre la mitad del planeta desde la II Guerra Mundial y que, en cambio, España es un país periférico en el orden mundial, con muy poco prestigio y, en la actualidad, en caída libre en todos los indicadores empezando por los económicos. Seamos conscientes de que, de momento, los catalanes no somos ni siquiera capaces de separarnos de un estado de tercera división del que, por cierto, han proclamado su independencia una treintena de estados en el curso de la historia: desde Holanda hasta Cuba, y de Argentina a Filipinas pasando por Portugal.

 

En el sentido contrario a como actúan los pueblos que caminan decididamente hacia la soberanía, los catalanes sólo hemos empezado a blandir de forma mayoritaria la estelada después de haber agotado todos los intentos de reformar España. En vez de aprovechar la debilidad para forzar la ruptura, como hicieron las repúblicas bálticas, siempre ha optado por modernizar España, por democratizar España, por potenciar la economía española y, últimamente, con la desastrosa operación del Estatuto, por inducirla a que reconociera su carácter plurinacional. Que a la independencia sólo llegamos como ‘ultima ratio’, casi con pesar, ya dice bastante de nuestro talante y también de las debilidades que acechan el proceso. De la misma manera como es sintomático que la persona que supuestamente debe liderar la causa sea incapaz de pronunciar la palabra «independencia», que estemos obsesionados en obtener el apoyo de una hipermayoria social que no se ha pedido a nadie para acceder a la condición de Estado, que caigamos en la trampa de ralentizar el proceso para cumplir con la legalidad española y obtener un visto bueno que nunca se concederá, que, de hecho, siempre estemos posponiendo la acción (antes por el miedo de una respuesta armada, ahora para extender la mayoría, para convencer a los actores internacionales y, como no podía ser de otro modo, para intentar el enésimo diálogo con España y, así, «cargarnos de razones» ante las potencias occidentales a las que somos del todo indiferentes) y que, tan atrapados por el imperativo de la ruptura indolora, los cuadros dirigentes supuestamente independentistas estén más preocupados por cuidar la minoría de identidad nacional española que quede en nuestra casa que por construir los factores de poder que nos permitan decidir en libertad. Al respecto, que ahora ERC se comprometa con la defensa de la oficialidad del castellano en una Cataluña independiente o que desde CiU se aproveche la ocasión para destacar la condición del castellano de «patrimonio» de Cataluña contrasta con el reconocimiento que ha tenido el ruso de la gran minoría étnica rusa en Estonia y Letonia o el serbocroata en Eslovenia, es claro que estamos hablando de estados miembros de la Unión Europea y del Consejo de Europa y, de momento, Cataluña no pasa de una comunidad autónoma española de régimen común.

 

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