Estado de corrupción

De repente se ha despertado la sensibilidad colectiva. ¡La corrupción es la realidad de la política! Se suceden denuncias y procesamientos que suscitan el enfado ciudadano, como si los fraudes, cohechos y demás hubieran tenido lugar en el momento presente. De la reacción de la calle y medios se obtiene la impresión de que se desconocía lo que era práctica, casi generalizada, de quienes habían accedido a los resortes de la administración. Verdad es que, de tiempo en vez, surgían casos emblemáticos, al ser protagonistas destacados miembros de partido. ¡No era sino el peaje a pagar en la tediosa rivalidad de unas fuerzas políticas que tenían todo -hacia su interior- atado y bien atado…! y que con el recíproco consenso ataban igualmente lo referente a la cosa pública todavía con mayor firmeza, para desespero de la parte ciudadana consciente.

El actual desmoronamiento del sistema y del propio Estado lleva a irritarse a los -hasta el momento- resignados o condescendientes. ¡No se soporta que los dirigentes -señalados como responsables principales- hayan conseguido mantener su ventajosa posición ante un panorama en que las consecuencias de la crisis afectan al conjunto de los individuos normales! ¡Corrupción! ¡España es una Nación corrupta! Hasta el extremo de que se hacen eco al respecto los más destacados medios informativos del Exterior. Entre tanto, el rosario de denuncias judiciales -corroboradas por la magistratura- afectan a auténticos pilares institucionales y al corazón de las organizaciones partidarias; Bárcenas, Barcina, Sanz, la infanta y su esposo -duques de Palma, o como más les plazca-. Es una maraña de casos que sofocan a una administración de Justicia, proclamada ‘igual para todos’. Lo cierto es que el individuo normal percibe grados diferentes dentro de la proclamada igualdad.

Me pregunto -y es esta cuestión abierta a quienquiera tenga interés- si existe una justificación para el enfado que pueda afectar al ciudadano español, por lo que considera una situación que amenaza con descolocar a España del grupo de Estados y naciones a los que se puede calificar de serios. Corrupción es una expresión muy fuerte que se refiere a la pérdida de las características específicas de un hecho u objeto. En el caso del sistema institucional de un Estado, parece querer decir que los gestores institucionales utilizan los resortes administrativos de manera inadecuada, especialmente en beneficio de sus propios intereses, cuando la definición de esas instituciones pretenden servir a la utilidad comunitaria. Incluso un experto por su práctica en la materia como lo es el ruso Putin ha presentado a España como paradigma de la corrupción. ¡Y es obligado reconocer que el señor tiene experiencia!

Es indudable que la colectividad española ha concluido que la corrupción es realidad generalizada en España; de la misma manera en lo que toca a la administración, que por lo que se refiere a la cultura del individuo corriente. Esta realidad permite preguntarnos si lo que se denomina corrupción en el caso español es más bien un rasgo cultural -interiorizado- y la inadecuación de que se trata no se encuentra en la conducta del individuo, sino en la definición de los elementos del sistema. Para una mejor comprensión de este último ayudará considerar el supuesto de un colectivo del que pueda afirmarse que el conjunto de sus integrantes mienten siempre en cualquier circunstancia. Es obvio que tal situación equivaldría a la de otro colectivo en que sus integrantes dijesen siempre la verdad en cualquier circunstancia. No hay en este hecho ninguna contradicción, sino que la lógica de aula permite tal conclusión ante un hecho insólito como el que se considera.

El caso de España también puede ser calificado de insólito, de llegar a realizarse el cotejo con los territorios de la cultura a que se adscribe. ¡Es un hecho cierto! La corrupción se da en todos los Estados y culturas del área de España; no obstante ha sido fenómeno minoritario en términos cuantitativos. Tal diferencia no tiene por qué ser consecuencia necesariamente de valores morales individuales, sino que responde a la mentalidad generalizada de quienes son parte de una cultura concreta, en la que existen mecanismos eficaces de persecución y castigo dentro del sistema político correspondiente. La peculiaridad española nace del desfase existente entre los principios proclamados como propios de la cultura y mentalidad española y los valores reales que estructuran los diversos campos de esa cultura.

La raíz de esta contradicción se encuentra en la intensidad con que los rasgos autoritarios y profundamente jerárquicos de las épocas más antiguas arraigaron y se han mantenido -y aun reforzado- a lo largo de las diversas etapas del proceso histórico. El Feudalismo tan intenso que caracterizó el permanente expansionismo de la denominada Reconquista, fue seguido por el proceso de creación del más grande de los imperios existentes hasta entonces. El factor impulsor en estos dos momentos se fundamentó de la misma manera en la Península que en las tierras de América, en la vieja aristocracia castellana y la constituida por los conquistadores de toda índole que ganaron tierras, esclavos y nobleza en el denominado Nuevo Mundo. No alcanzó a desarrollarse una adecuada clase de comerciantes y gentes de negocios, salvo en la medida que precisaron unas élites -nobiliarias y eclesiásticas- que obtuvieron suministros mediante importaciones, pagadas con oro y plata expoliada a los americanos y la miseria de los campesinos españoles.

El principio en que se basó el orden político y social español fue el de la imposición del poderoso, por nobleza o por cargo público. No es ya la contundencia del poder absoluto ejercido por el rey o quienes le representan. Es la arbitrariedad para decidir sobre bienes y personas de los miembros de la nobleza, prevalidos de un poder similar al del rey en el ámbito de un territorio propio o controlado, y es igualmente la decisión arbitraria del eclesiástico en el espacio en que se le reconoce autoridad y ascendiente. El sistema parece inamovible y únicamente se transforma aparentemente cuando acceden a estos espacios miembros más altos en la escala jerárquica. Ni los mismos ilustrados -desdeñosos ante la pobreza e incultura de los bajos- renunciarán a este predominio. La tan admirada picaresca no deja de ser una adaptación de miembros de la baja escala social que hacen suya, a su manera, la cultura aristocrática de vivir sin producir. ¡En definitiva el trabajo y bien hacer tampoco han sido garantía de éxito! En España siempre ha tenido mejores oportunidades el vivillo que el trabajador honesto. Las consecuencias han sido perniciosas, como no podía ser de otro modo, hecho evidenciado por la posición retrasada de España en los diversos ámbitos del desarrollo científico y cultural.

Lo que reviste mayor interés en la cuestión que aquí se aborda, se refiere al desajuste existente entre los principios proclamados y la realidad de instituciones y valores colectivos reales. La reflexión que va por principio de este escrito pone el acento en la desigualdad intrínseca existente en la cultura y sociedad española, como resultado del mantenimiento de la vieja mentalidad autoritaria y totalmente contraria a cualquier tipo de igualdad. La perduración de estos rasgos es resultado de la incapacidad de la propia sociedad española a la hora de afrontar las transformaciones materiales y culturales imprescindibles para la modernización; como sí tuvieron lugar en el conjunto de las sociedades de Europa occidental con la llegada de la Contemporaneidad. Sobre el papel se dio el cambio y, así, se proclamó el liberalismo en el terreno de lo político y afirmó la desaparición de diferencias estamentales. La realidad no correspondió a las proclamaciones. En lo social se permitió el ascenso, aunque solamente a partir de la milicia, el control de los resortes de la administración y el dinero, mediante la manipulación especulativa de fondos privados y sobre todo públicos.

Quienes analizan el devenir histórico del Imperio español, lamentan los obsoletos valores que presidieron la perspectiva de las élites hasta el final de la calificada de monarquía absoluta. Posteriormente esos analistas aprecian el esfuerzo de quienes intentaron la reforma. No obstante, terminan por reconocer que las reformas intentadas fracasaron; en lo político, por el absolutismo que perduró en la forma de gobernar de la Corona y el autoritarismo de los autodenominados dirigentes liberales, amigos del sable y del cañón. En lo económico por el fraude de la desamortización que aprovecharon todos los pudientes, para proseguir con las viejas prácticas de la explotación del trabajo del campesinado, también de la especulación y los negocios fáciles que permitieron los manejos del dinero recaudado por la administración en general, con la fuente asegurada de los impuestos. ¡Nada de inversión productiva y arriesgada! Los negocios quedaron en manos foráneas, particularmente en la explotación de la más rica de la minería europea. Únicamente aparecieron negocios en las tradicionales sociedades catalanas y de Navarra. Muy tardíamente en otras áreas, en la estela de compañías extranjeras.

Más que en ninguna otra área de Europa occidental la burguesía -oligarquía de forma más correcta- controló con puño firme las bases económicas y estableció sistemas políticos que tuvieron sometidas a la subdesarrollada pequeña burguesía, al campesinado hambriento y miserable y a un proletariado sobreexplotado. Se denominará caciquismo al sistema socio-político vigente. A pesar de que ha desaparecido la identificación entre la antigua nobleza y los poderosos, las pautas de funcionamiento no se han modificado. Los principios liberales no rebasan las solemnes declaraciones de los grandes documentos constitucionales. Los mecanismos de orden político tienen la virtualidad constitucional. Más allá de las apariencias, la decisión queda en manos de quien tiene el poder, a nivel de localidad rural o capital de provincias y otras pequeñas ciudades; esta capacidad de decisión se encuentra en manos de quienes integran el gobierno y su administración, atendiendo a la inevitable jerarquía. El monarca se mantendrá al margen -al menos hasta Alfonso XIII-, designará jefe de Gobierno al del partido que pueda fabricarse una mayoría parlamentaria; posible gracias al control previo de una administración montada con elementos del partido. Cánovas y Sagasta proclamarán su sometimiento a la Constitución; pero en todas partes el principio de funcionamiento es: ¿Aquí quién manda?

El cambio tardará. Solamente el desarrollo industrial -con retraso- y las nuevas burguesías y clases trabajadoras serán capaces de diluir el sistema caciquil ¿Las dos Españas…? ¡Quizás! Finalmente la reacción de los grupos inferiores es de tales dimensiones que amenaza la supervivencia del mismo imperio. El intento de reforma, que parece tener una oportunidad con la Segunda de las Repúblicas, se frustrará como consecuencia del sabotaje de la oligarquía y sus aliados. Su ejército personificado en Franco volverá a coser costuras y echar remiendos, pero gastando tela e hilo en exceso. ¡Qué bien vivió la oligarquía! Al final, el sistema intentó el milagro; ¡desarrollo sin renunciar a los beneficios de la hegemonía social y política! ¿Corrupción? ¿…? Leyes ya había, pero quien podía, mandaba. Lo cierto es que resultaba difícil determinar si quienes mandaban lo hacían por ser legal, o era legal porque mandaban.

El patrimonio dejado por Franco era inconmensurable. No me refiero al personal y familiar; más bien al conjunto del sistema. La transición… ¡Admirable! Ejemplar consenso entre las fuerzas políticas, que renunciaron a sus objetivos partidarios en aras al acuerdo nacional. En definitiva este fue el factor de la adaptación a las exigencias para la adecuación al contexto europeo del que formaba parte, por cultura e historia, la misma España. ¡De nuevo el engaño de lo virtual! Es cierto que en la mayor parte de los territorios del Imperio las sociedades respectivas se muestran satisfechas. Las cosas han evolucionado en la dirección que se esperaba; termina por aparecer una nación de economía moderna y que es capaz de marchar paralela a sus similares europeas en lo político y social.

«España va bien», dice el incauto Aznar, pero la aparición de los primeros obstáculos dan paso a las averías en el motor y desajustes en la carrocería. El paro particularmente agita a lo que ha sido una sociedad benevolente. Se acusan las fútiles inversiones y los negocios fáciles. Ahora se reconoce que nos hemos equivocado en nuestras apreciaciones y lo que parecía riqueza para todos no era sino corrupción de quienes se estaban beneficiando en mayor medida, mediante actuaciones con una riqueza que no era cierta y la manipulación de todos los resortes de la administración y control privado de los recursos colectivos… Mientras los menos fuertes sufren en sus carnes los efectos del declive, se contemplan los esfuerzos de los poderosos para evitar que disminuya su riqueza. Muchos se quedan atónitos ante las normas elaboradas por los parlamentos que no abordan la urgencia de los necesitados y las decisiones de la justicia en función de la calidad o carácter del individuo; por lo que se refiere a la denominada fuerza pública… ¡Aquí quién manda!

 

 

Publicado por Nabarralde-k argitaratua