“Napoleon garaiko gerrak eta 1813ko Donostiako suntsiketa”

Este año de gracia 2013 se cumple el bicentenario del asedio, asalto, saqueo e incendio de Donostia, acaecido el 31 de agosto y días sucesivos del año 1813, dentro de la conocida como Guerra de la Independencia, Francesada, Guerre D’Espagne o Peninsular War, nombres con que ha sido bautizada desde diferentes atalayas historiográficas.

El dantesco episodio, acontecido en los estertores de guerra, ha generado una abundante y polémica literatura, no sólo en los años inmediatamente posteriores a la guerra, sino también durante los 200 transcurridos.

En todo episodio concreto los historiadores honrados debemos husmear en el humus y substrato que lo abonó, porque los acontecimientos poseen siempre un estiércol estructural y coyuntural, fertilizante y propiciador. En este caso el contexto socioeconómico y político de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX y la guerra de la Convención de 1793-1795 deberían ser objeto de análisis más profundos, puesto que en ambos se encuentran las claves interpretativas de eventos posteriores. Una de las consecuencias de esta contienda de 1793 fue la generación en los ambientes madrileños de un clima antiforal vasco, favorecido por el todopoderoso Godoy, como revelan sus memorias y las cartas de su espía, Francisco Zamora. El viaje del marino y académico José Vargas Ponce a Gipuzkoa en 1800-1804, El Diccionario Geográfico de España, publicado por la Real Academia de la Historia en 1802, y la obra de Juan Antonio Llorente «Noticias históricas de las tres Provincias Vascongadas en que se procura investigar el estado civil antiguo de Alava, Guipúzcoa y Vizcaya y el origen de sus Fueros» muestran el ambiente que se palpaba en los mentideros intelectuales y políticos madrileños durante el intervalo 1795-1808.

El acontecimiento bélico del 31 de agosto de 1813 ha puesto de relieve una dramática y persistente normalidad anormal, convertida en costumbre incesante y creciente, reveladora continua de un género humano insensible a las enseñanzas del pasado y frágil a la didáctica de los pliegues señeros de la memoria, que sigue sin percatarse de lo absurdo e inútil de las guerras. Sólo sirven a intereses económicos, políticos y estratégicos de poderosas oligarquías plutocráticas. Las víctimas militares aliadas pertenecían a las clases bajas de sus respectivos países, mayoritariamente desde la periferia del imperio, Escocia o Irlanda, o desde otros países europeos, ocupados por el imperialismo napoleónico . Se enrolaban como mercenarios en el ejército para salir de la precariedad vital y buscar un modus vivendi. Sin embargo, fue la población civil donostiarra la principal víctima de la masacre, engordando una sangrienta saga que proseguirá en los dos Guerras Mundiales y en la actualidad es “el macabro fiambre nuestro de cada día”.

Este acontecimiento local donostiarra salta las barreras de lo inmediatamente situable para convertirse en paradigma universal, donde se conjugan múltiples factores en juego: internacionales, sociales, ideológicos, políticos, de género, táctico-militares etc. Donostia fue una víctima propiciatoria y paciente involuntaria de los intereses en juego de tres imperios: el triunfante británico, dueño de los mares desde el Tratado de Utrecht (1713-14), el emergente galo, diseñado por Napoleón, y el decadente hispano en proceso de desmoronamiento final, cuyas colonias ultramarinas se hallaban en proceso de emancipación. La globalización, en sus más variadas facetas incluida la mortífera, no es un fenómeno actual. El episodio muestra la existencia de una fractura social, con objetivos divergentes entre una elite embrionaria burguesa y una oligarquía partidaria del mantenimiento del statu quo vigente. Es constatable la presencia de dos concepciones ideológicas y políticas tensionadas en torno a la asunción de un modelo liberal moderado, de influencia francesa, frente al sistema foral, anclado en la tradición heredada. Se desvelan también expresiones ocultadas a lo largo de la historia sobre las consecuencias de los conflictos en materia de género. Precisamente, dentro de la población civil, las mujeres padecieron en mayor medida las consecuencias del asalto a la ciudad y cobrarán protagonismo escrito al intervenir dos de ellas como testigos/as en el informe del juez Arizpe, aunque una de ellas no sepa firmar. Ello vendría a confirmar las diferencias históricas de género, todavía no superadas. Tampoco debemos olvidar que en Donostia culmina el desarrollo macabro de la táctica militar de la poliorcética o asedio de ciudades amuralladas. 30 fueron sitiadas por los franceses y 33 por las tropas aliadas en la guerra de 1808-1814. En los sitios mencionados se saltó a la torera el convencional “juego de caballeros” medieval, que perduraría hasta el siglo XVIII, y se pasó al rigorismo sangriento de los asedios modernos.

Se cumple, además, otra constante. La reconstrucción de Donostia fue realizada sin ayuda británica ni de la monarquía española, a pesar de insistentes solicitudes. Los impuestos tributados por los donostiarras y guipuzcoanos suministraron el dinerario fundamental para ello, con aportaciones complementarias y préstamos de los comerciantes y grandes propietarios, principales beneficiarios de la reconstrucción.

El ejercicio del maniqueísmo, ya abierto ya solapado, y del absolutismo dogmático en el análisis histórico son peligrosos compañeros de viaje, sean los colegas de carroza tirios o troyanos, “hunos y otros”. En la vida real predomina el tenebrismo, existen el blanco y el negro, luces y sombras, pero también grises y la variada gama del arco iris. La naturaleza es sabia y muy instructiva. Es saludable, por tanto, un comedido apasionamiento y una imprescindible imparcialidad, supremo y casi imposible desideratum, pero ello no implica ejercitar la neutralidad, ni justificar la perversidad, ni disimular ante la conculcación de los más elementales derechos. El historiador tiene ideología y alma y sentimientos. ¿Cómo no se va a emocionar ante tantas cenizas esparcidas a los cuatro vientos, lau haizetara, a lo largo de los siglos?. ¿Quién no es capaz de empañar las ventanas oculares ante tantos lloros derramados sin lacrimarios que los recogiesen?.

Existen en este hecho luctuoso unas cuestiones que precisan una discusión serena, con discrepancias respetuosas y sin improperios escritos ni estridencias verbales. Clarificada y desechada la responsabilidad francesa en el saqueo e incendio, creo que el pertinente debate se sitúa actualmente en torno a tres hipótesis: ¿Fueron las tropas aliadas las principales responsables? ¿Ordenó Castaños el castigo de la ciudad en venganza por actuaciones anteriores y/o por inquina antiforal y de dónde partió el rumor de esa orden? ¿Recae en Wellington la responsabilidad última en la tragedia?. Dado el actual estadio de la investigación y de los conocimientos sobre el tema debería intentarse desmenuzar el argumentario de los pros y contras de cada una, sin obviar una respuesta final más probable, según mi modesta y humilde opinión. No habría que parecerse al gallego de la escalera.

Sean cuales sean los autores directos y los responsables primordiales y subsidiarios del desaguisado sería muy importante extraer un modelo didáctico de tan desastroso acontecimiento como paradigma de futuro: la absoluta inutilidad de las guerras para solucionar contenciosos, la convicción de que los conflictos se pueden y deben solucionar mediante la palabra y la negociación (“es mejor una mala paz que cualquier guerra”), la imperiosa necesidad de dirimir siempre responsabilidades en casos de este cariz y la exigencia reparatoria inmediata a cargo del causante del daño, pues siempre pagan justos por pecadores.

Estoy de acuerdo con mi compañera de lides académicas, la profesora Lola Valverde, en la necesidad de profundizar en la investigación sobre este tema. Sospecho con céltico olfato que hay documentación interesante, portadora de renovada luz, en los Archivos del Sur de Francia, en el Provincial de Tolosa, en el del Ejército en Madrid y Segovia ( principalmente los fondos Castaños y Blake), en el archivo Alava, en poder de sus descendientes, y, por supuesto, en los británicos. Esa pesquisa deberían emprenderla las jóvenes generaciones de historiadores. Tal labor es demasiado ardua para un servidor entrado en años y que divisa la parca en cercana lontananza. Quedan, pues, todavía muchas preguntas en el aire. ¿Por qué los batallones vascos fueron trasladados a Irún? ¿Quién hizo caso omiso al proyecto del coronel Ugartemendía para asaltar la ciudad? ¿Qué influencia tuvieron los enfrentamientos entre liberales y serviles en la destitución del general Castaños y de su sobrino Girón? ¿De dónde partió el rumor de la supuesta orden de Castaños de quemar la ciudad? ¿Cuáles eran las instrucciones del gobernador militar Luis do Rego Barreto para no cortar el continuado saqueo y los incendios? ¿Por qué no intervino el general Miguel de Alava, advirtiendo, además, de lo que después ocurriría? ¿Cuáles fueron las verdaderas razones para permitir el saqueo y el incendio: competencia comercial, odio antiforal, venganza por actuaciones anteriores, actitud filofrancesa de los habitantes, temor al linchamiento por parte de los oficiales ante la tropa exacerbada, desmadre incontrolado de la soldadesca? . No sigo, porque la lista resultaría interminable y asfixiante para el amable lector.

Por último, el análisis de esta efeméride debería viajar bajo el paraguas amparador de algunos principios esenciales. Conocer el pasado para mejorar el presente y construir el futuro, pues el pueblo que desconoce su pasado está destinado a repetirlo de forma trágica al estar sumido en un alzheimer colectivo. Este conocimiento, además, debería inducir a amar a esta ciudad y a esta pequeña gran nación, Euskal Herria. Séneca decía: “Nemo quia patria magna est amat, sed quia sua” (Nadie ama la patria, porque es grande, sino porque es suya).

 

 

* Xosé Estévez.: texto redactado a propósito del Curso de verano EHU/UPV-Aranzadi-Nabarralde: Bicentenario Donostia 1813-2013

 

Publicado por Nabarralde-k argitaratua