Vía de retorno

Es una evidencia que en España se vive un proceso de recentralización política en todos los frentes, ejecutado de manera planificada por el actual Gobierno del PP. Tanto da que hablemos de educación con la ley Wert como de comercio –que, con la excusa de la unidad de mercado, va a imponer horarios comunes– o de instituciones con la ley de Cámaras. Y así, toda una inacabable lista de decisiones al por mayor y al por menor. Sin duda que la ejecución ha recaído en el Gobierno del PP porque es el que está en el gobierno, pero hay razones suficientes para pensar que se trata de un movimiento que responde a la voluntad de los gestores –altos funcionarios– de unas estructuras de Estado que están por encima de la contingencia de los gobiernos. Si estuviera el PSOE al frente del Ejecutivo español, el movimiento –quizás no las formas– seguiría en la misma dirección.

La opinión de que el Estado de las autonomías ha ido demasiado lejos se ha generalizado desde la segunda mitad de los noventa, cuando la crisis de Estado expulsó del poder a Felipe González e incorporó a José María Aznar –con el correspondiente cambio de hegemonía mediática en Madrid– y hasta ahora. Desde los ideólogos de la FAES hasta las encuestas del CIS, la idea de que hay que volver a concentrar el poder en Madrid es mayoritaria a derecha e izquierda. La comparten PP y PSOE, por no mencionar UPyD, para quien este objetivo pasa por delante de cualquier otro y que en las próximas elecciones generales podría ser el partido bisagra necesario para gobernar España. Es obvio que esta orientación estratégica de Estado en la política española es previa a la crisis económica. Pero no es menos cierto que la duración y la dureza de la depresión económica, con el correspondiente deterioro de la marca España, han agudizado la urgencia del proceso para intentar enmascarar la realidad de un Estado ineficiente que había crecido a base de políticas insostenibles. Y, en particular, Catalunya siempre ha servido para esconder las vergüenzas ajenas.

A la vista de este escenario –cualquier lector mínimamente informado podrá evaluar si lo he pintado de manera exagerada o no–, la pregunta que hay que hacer es qué verosimilitud puede tener la propuesta de una tercera vía para Catalunya que pudiera atemperar las aspiraciones soberanistas. No lo digo con el ánimo de desacreditar a quien crea que sería bueno encontrar un acuerdo que evitara la dura confrontación política en la que ya estamos de lleno. Lo pregunto porque, a la vista de la experiencia del intento de reforma estatutaria iniciada en el 2004, aprobada en el 2006 después de haber sido cepillada a fondo y de hacerla fracasar definitivamente en el 2010 con la sentencia del Constitucional, ¿quién nos puede asegurar que si se abriera el melón de una reforma constitucional para resolver el encaje de Catalunya, no acabaría de la misma manera? Es decir, dadas las circunstancias descritas al inicio del artículo, ¿qué quedaría de la España de las autonomías después de una reforma constitucional? Incluso en el supuesto de un hipotético relevo en los actuales liderazgos políticos, vistos los aspirantes, ¿alguien piensa que quienes puedan sustituir a Rajoy o Rubalcaba serán más propicios a un desarrollo constitucional de tipo federal, o más bien hay razones para contar con todo lo contrario? El temor que siempre había expresado el presidente Jordi Pujol y que lo había hecho desconfiar de la oportunidad de una reforma del Estatut, ¿no es tan justificado ahora como entonces a propósito de una reforma constitucional, aunque se iniciara apelando a un supuesto federalismo contrario a la actual lógica histórica del Reino de España? Navarro o Duran ¿no se encontrarían en las mismas circunstancias que se encontraron Maragall o Mas en el 2006?

En el episodio 294 de enero de 2010 del programa de historia En guàrdia! de Catalunya Ràdio, dirigido y presentado por Enric Calpena y dedicado a Els catalans a la guerra de Cuba, el doctor Oriol Junqueras –antes de ocupar su actual responsabilidad en ERC– explicaba las razones que precipitaron la independencia de la isla. Según Junqueras, en el debate en España entre los que, después de diez años de guerra, querían encontrar nuevas fórmulas de encaje y los que optaban por acabar de estrujar a Cuba ante la expectativa de una posible pérdida, el triunfo de esta última posición acabó de dar argumentos a los cubanos independentistas. El historiador recurría al concepto económico horizonte de expectativa para explicar aquel tipo de conducta política. Cuando el horizonte es lejano, uno tiende a comportarse de manera honrada y leal. Pero cuando el horizonte de expectativa es corto, el comportamiento es egoísta y deja de respetar las reglas de juego. Pues bien: aparte de otras simetrías con el caso de la pérdida de Cuba, se podría analizar la situación actual de la relación entre España y Catalunya según este principio económico. Ante una expectativa de horizonte corta, el Estado español acentúa su comportamiento desleal con Catalunya, con el incumplimiento de los acuerdos pactados y la recuperación unilateral de competencias. Y, de la misma manera, también puede decirse que Catalunya se siente cada vez menos vinculada a una lealtad constitucional que considera traicionada, y se siente empujada a abandonar el pacto de 1978.

Cuando la pasada semana el presidente Rajoy descartaba una hipotética reforma constitucional con el argumento de que, en cualquier caso, no satisfaría a los catalanes, dejaba muy poco margen para la esperanza de las terceras vías que, si se abrieran, sólo podrían conducir hacia atrás. En el fondo, acortaba todavía más el horizonte de expectativa y contribuía, queriéndolo o no, a hacer más fácil la decisión sobre el contenido de la pregunta que debería hacerse a los catalanes: clara y dual.

La Vanguardia