Más allá de una cuestión de técnica jurídica

El agudizamiento de la sensibilidad política española en el momento presente se refleja en la deriva del debate hacia terrenos diferentes, referidos a la estructura económica o de interés jurídico. Siempre, a la altura de las fechas en que nos encontramos, hace acto de presencia el tema de la vigente constitución española, debate en que ha predominado el elogio al considerado mayor logro desde perspectivas nacionales de la España contemporánea -y me atrevería a decir histórica-. Es mérito de la encomiada capacidad atribuido a esta Carta Magna en la superación de los elementos del carácter nacional interpuestos en el camino del progreso y su consecuencia; el mismo alineamiento de este Estado con los Pueblos de Europa occidental, hasta nuestros días siempre tan lejano.

Hoy preocupa la reclamación que se viene haciendo desde las denominadas Nacionalidades -Navarra y Cataluña primordialmente- de una modificación del marco jurídico que permita a los colectivos nacionales respectivos asumir la responsabilidad de su destino ¡Nunca había sido tan delicada la situación del Imperio español! A pesar de las circunstancias históricas por las que ha pasado, desde la situación hegemónica en que estuvo y erosión de su capital económico y militar, España no piensa en otra alternativa que la de Par junto a las potencias europeas, -al lado de Alemania, Francia, Inglaterra e Italia,- o quedar relegada a Estado secundario de relativa importancia regional dentro de la Unidad Europea. Por contra, las aspiraciones de sus temidos competidores nacionalistas, a quienes ha mantenido sujetos hasta hoy, se quedan en formar parte del concierto de naciones en el marco de tal Unidad, como instrumento que les permita hacer frente con mayor eficacia a sus propios problemas de convivencia interna y una relación equitativa con los otros miembros de Europa y, desde aquí, con el conjunto de la comunidad internacional.

El nacionalismo español se obstina en la denuncia de las aspiraciones de libertad nacional reclamadas por los denostados nacionalistas navarros y catalanes. Los comentaristas españoles aluden a las propuestas políticas de estos como aberraciones guiadas por intereses obscenos, que esconden egoísmos de grupo y señalan caminos que llevan a la conflictividad e, indefectiblemente, al desastre. Desde una perspectiva, no voy a decir racional, -porque lo son todas las conscientes de la finalidad que persiguen-, pero sí responsable en la búsqueda de la ecuanimidad y comprensible para quien asuma la igualdad básica de los seres humanos y colectivos que integran estos, reafirmaré mi convicción en los denominados principios de libertad e igualdad, universalmente proclamados -aunque casi siempre olvidados- por la cultura contemporánea. Creo no arriesgarme, al calificar de inexactas, por no decir deshonestas, las argumentaciones de la élite intelectual española, en su pretensión de rebatir los planteamientos del que denominan nacionalismo identitario.

Podía afrontar los análisis de esta clase de pensadores y analistas poniendo de manifiesto el retorcimiento que practican en datos y discurso, mediante la aportación al debate de fuentes más variadas y menos condicionadas que las suyas, poniendo de relieve igualmente su escasa veracidad ¡Lo están haciendo muchos! Aquí me interesa abordar, permítaseme la expresión, las estructuras jurídicas de la cuestión, derivadas de los principios básicos del orden social al que se pretende dar forma. Para empezar, afirmaré la trampa que persiguen los expertos españoles, cuando insisten en llevar el debate por el camino del derecho ¡Mucho se puede hablar al respecto! No obstante es trabajo inútil argumentar desde la perspectiva de los textos españoles, por muy altos que estos sean, con inclusión de la propia constitución -Ley Fundamental- o reflexiones de la jurisprudencia española. Esta instancia no reconoce superior y la referencia a valores recogidos en una presunta normativa de validez universal, calificada de manera genérica como Derecho Internacional, carece de capacidad de imposición sobre ella en su condición de entidad soberana, como es España. Ese pretendido derecho queda, por tanto, limitado al plano de declaración de principios o, a lo más, no tiene mayor eficacia que la reconocida por la mencionada Soberanía española -incluso en el caso de encontrarse refrendada por tratados interestatales-; siempre, desde luego, que España no se vea obligada por la fuerza exterior.

Con todo, la cuestión no queda cerrada, aunque remitiéndola al plano de los principios, digamos que morales. Los expertos juristas españoles califican de aberrantes las propuestas políticas realizadas, en su día por Ibarretxe, y hoy por el catalán Mas. Su propósito busca dar forma a las escatológicas afirmaciones a que nos acostumbran políticos, reconocidas personalidades o vocingleros de toda índole que atruenan permanentemente nuestros oídos. El principio básico de sus argumentos es el respeto de la norma constitucional, en tanto referente legal explícito vigente, al igual que la aceptación del colectivo integrado por el conjunto de los españoles como única instancia de decisión en el campo de la estructura orgánica del Estado. En la cultura occidental es admitido como punto de arranque de la organización política la libre voluntad del individuo. Es un planteamiento teorizado por Locke a finales del siglo XVII y que tras ser asumido por los sectores sociales de mayor dinamicidad, ha sido universalizado. De acuerdo con este principio una colectividad concreta dispone de la capacidad absoluta para determinarse como tal, sin interferencia de individuos o de cualquiera otra colectividad distinta. Al respecto, carece de importancia la relación que haya podido existir entre ambas con antelación al hecho de determinarse y definirse en cuanto tal comunidad. Este principio contradice la pretensión de los españoles de disponer de ningún derecho a condicionar el futuro de Navarra o Cataluña.

La obstinación en este terreno por parte de las más diversas instancias españolas en su pretensión de imponer como colectivo de decisión el constituido por la ciudadanía española, linda lo cómico, con el riesgo de derivar a lo trágico-cómico por tratarse de España. Es grave que incurran en este despropósito, incluso intelectuales de relieve. No hablo a título de inventario y sería muy saludable para los españoles -si se obstinan en no reconocer su propia Historia- que miren a la de otros. ¡Por supuesto! Me referiré al nacimiento de Norteamérica. En los norteamericanos que declararon la independencia concurren todas las circunstancias que los españoles acostumbran a argumentar para demostrar la perversión de navarros y catalanes, cuando niegan ser españoles. No obstante, también es conveniente que tengan presente a su no confesada admiración por Francia. La independencia de Argelia llegó, no obstante la pertinacia de los franceses por imponer a los argelinos la condición de franceses se resolvió en un conflicto que pudo arrastrar a la destrucción del mismo Estado francés. De no aceptar los españoles la similitud de situaciones con la actual España, correrán los mismos riesgos.

En lo que toca al camino legal que podría ser consensuado entre estas naciones y España, la argumentación legalista a la que recurren permanentemente diversos analistas que defienden el derecho de España a impedir el paso a la recuperación de la soberanía por parte de las mismas Navarra y Cataluña se encuentra sobrepasada por el Derecho internacional. Utilizo esta argumentación consciente de que es acorde con los puntos de vista dominantes de los teóricos jurídico-políticos de ámbito internacional, junto con las declaraciones promulgadas solemnemente por las organizaciones internacionales al más alto nivel, refrendadas por los Estados que las integran. A pesar de que el refrendo no implica sino la obligación moral del firmante a acomodar su orden jurídico a los principios expresados de esta forma, España tiene la obligación moral de dar paso a los deseos de Navarra y Cataluña.

Al respecto y a título de muestra, quiero referirme a Giorgio Lombardi cuando considera las exigencias últimas para que una constitución moderna llene los requisitos de lo que hoy en día se considera un sistema jurídico democrático, -el tan socorrido Estado de derecho-. Intentaré expresar el núcleo de su planteamiento y es que este jurista italiano, en la línea de una legalidad al servicio del individuo, insiste en que los derechos de este -y por tanto del colectivo al que se adscribe- son anteriores al mismo Estado y, en consecuencia, una constitución deberá acomodarse a tal exigencia. Es posible que una constitución determinada no recoja en su redacción material aspectos que corresponden a tales derechos. En todo caso su justificación reside en la protección de valores, base de todo derecho expreso o tácito. Son estos los que sí deben constar de manera expresa y ser mantenidos por encima de los cambios coyunturales. Todo ello obliga a considerar un texto constitucional de manera abierta y flexible, con capacidad de adaptación a los tiempos, en la medida en que la percepción del colectivo social estime la necesidad de modificación de un ordenamiento jurídico ordenado a hacer frente a las situaciones que hagan acto de presencia. La redacción concreta de una constitución puede quedar anquilosada y las resistencias al cambio, cuando este responda a una aspiración profunda del colectivo social, dará paso a su superación por vía de hecho, o desembocar en una grave fractura del sistema social al que una constitución se pretende subordinada. Este cuadro suele aparecer cuando tiene lugar la obstinación de una parte del colectivo por imponer sus solución y negativa al consenso con lo que denomina minorías.

La descripción que antecede permite la inclusión de España en el cuadro que se pinta. Se engañan quienes ponen de relieve los elementos de convergencia que encuentran entre Navarra y Cataluña con la propia España. No forzosamente falsos considerados de forma aislada. En todo caso son contemplados desencajados de contexto y con recurso al forzamiento del proceso histórico, por la resistencia existente a reconocer la realidad, enfermedad esta de fuertes raíces en las élites españolas, que ha llevado al Imperio español a sus mayores desastres. Los agravios de navarros y catalanes no son de hoy, tampoco es momento de insistir. Que los españoles se obstinen en su negación y los atribuyan a egoísmos y manejos coyunturales de intereses espurios, no los van a eliminar de la conciencia colectiva, en tanto aumenta la percepción del escaso cuidado con que se contemplan los intereses económicos de las referidas naciones y la persecución de señas de identidad y elementos del imaginario propio.

Que España una vez más se obceque en las soluciones de imposición revela la rigidez histórica origen de su fracaso, también histórico, fracaso que no se encuentran en condiciones de entender quienes únicamente perciben la eficacia de la acción contundente. Han desaparecido las condiciones favorables del decenio anterior y Rajoy se siente incapaz de responder al Parlamento de Cataluña, como lo hizo Zapatero con Ibarretxe. De poco van a servir las buenas perspectivas que el gobierno de España comunica a la ciudadanía como práctica habitual y cotidiana. Por desgracia para quienes siguen soñando en un Imperio renovado, es posible que no quede otra alternativa a España que un consenso que pase por el reconocimiento de las aspiraciones soberanistas y deje a un lado las ilusiones de caminar a la par de esas viejas potencias europeas que solamente cambiarán de rumbo cuando se convenzan de que el repliegue es lo más ventajoso para Europa con la perspectiva de la solidaridad.