¿Es la monarquía el problema?

La inseguridad del futuro de España tiene su última manifestación en la abdicación del rey Juan Carlos. Reclamada y esperada, parece despertar en determinados sectores la esperanza de una transformación que permita el salto final a un sistema democrático en plenitud, siempre tan inmediato de conseguir, como imposible de alcanzar. No insistamos una vez más en la dejación de tantos republicanos, al aceptar en su momento la monarquía promovida por Franco, preocupado por la pervivencia de las estructuras del Estado español que había asegurado su Dictadura. En definitiva fue esta la opción de la vieja oligarquía española, a la que respaldaban determinados sectores populares que asumían lo positivo del dictador por haber instaurado la paz en el seno de la sociedad española y proporcionado el bienestar económico, según gustaba afirmar la propaganda del sistema. Es difícil situar los motivos de la crisis del Estado español, percibida en la actualidad, en la persona de un individuo -Juan Carlos-, quien accedió a la cúspide del Estado con la imagen de cierta limitación individual para el ejercicio de tal función, pero que luego fue encumbrado a la más alta consideración por su prudencia política y decisión, para ser finalmente cuestionado por sus andanzas de la vida privada. Tampoco parece garantía para un funcionamiento eficaz de la institución el renuevo de la misma, representado por un futuro Felipe VI, al margen del adiestramiento que haya recibido el citado a tal fin.

 

¿Resolverá la cuestión la instauración de una República? Muchos de los actuales Estados europeos han encontrado en la República el instrumento de su estabilidad; Ahí están Italia, Alemania, Austria, Francia… También es cierto que determinados países del norte europeo presentan un aspecto muy equilibrado en su organización social y una trayectoria sin convulsiones en el marco de las relaciones interestatales, organizados en torno a una monarquía nacional. Es cierto que la trayectoria histórica de estos últimos se ha visto libre de las convulsiones sufridas por los grandes Estados-Nación, planteados estos últimos como grandes potencias hegemónicas, basadas en la expansión en Europa y en el resto de la Tierra. Es posible que la cuestión no radique en la alternativa entre república-monarquía, sino que los rasgos convulsos que marcan a España como Estado y Nación respondan a factores de mayor profundidad. Lamentablemente para quienes advierten la escasa vertebración de España -por las insuficiencias que adolece en lo económico, cultural y social, ante la dificultad de configurar un marco de relaciones fluidas en el esfuerzo por articular territorios tan dispares-, los nexos virtuales de unidad de España se encuentran en la estructura administrativa previamente creada por el mismo Estado -ejército, burocracia, magisterio y profesorado en general-; instrumentos estos orientados a superar y desde luego anular los rasgos específicos de las colectividades humanas subsumidas en la antedicha organización del Estado. Podrá existir un proyecto de Nación adecuado a tal organización estatal, con marco territorial dotado de recursos materiales y humanos, junto con un ordenamiento institucional racionalizado; pero el factor que impulsa y mantiene el Estado es la citada organización y en ningún caso un sistema de relaciones interregionales espontáneas que suelen dar cohesión a una Nación.

 

Frente a lo que han conseguido otros Estados del entorno europeo, España no ha logrado todavía desprenderse de determinados atavismos de la sociedad estamental. La primacía social de los grandes propietarios de la tierra, el componente oligárquico de una burguesía prevalida del control de los resortes políticos e institucionales, han obstaculizado la movilidad y el cambio social que precisan unas estructuras económicas modernas. Aquí se encuentra la razón de las rigideces que se constatan en las estructuras sociales y económicas y, en definitiva, los desajustes en el funcionamiento de las instituciones, al igual de lo que se denomina política en otros órdenes, porque los grupos oligárquicos españoles temen la competencia de elementos nuevos, provenientes de las clases medias ascendentes. Es el viejo espíritu nacido en épocas feudales, que confía en el control de los resortes institucionales de toda índole, políticos, militares, eclesiásticos, judiciales, junto a la detentación de la riqueza, primordialmente basada en la propiedad inmobiliaria. Con estos instrumentos España ha afrontado en tiempos recientes la transformación de una economía de corte antiguo, por el peso de la propiedad agrícola, en otra apoyada en la producción industrial, pero articulada en torno a grandes corporaciones de manufacturas, servicios y financieras; instituciones económicas nacidas y desarrolladas por iniciativa pública y transferidas luego a los grupos oligárquicos que las gestionan en régimen de oligopolio. En definitiva, no ha habido variación en lo que toca a la manera de gestionar los recursos materiales y humanos y sigue imperando el privilegio de las élites, en el pasado espoliadores del trabajo agrícola y en la modernidad del industrial, junto a los beneficios obtenidos del suministro de bienes y servicios, al igual que al funcionamiento de las instituciones de crédito y financieras en general.

 

En este contexto la República ha sido siempre la opción de las clases medias que sentían el bloqueo de que eran objeto en su esfuerzo por conseguir unas condiciones en materia de actividades mercantiles libres de los privilegios de los grupos de poder socio-económicos, al igual que la gestión independiente de los organismos de la administración sometidos a los poderosos; amigos de hacer recaer las cargas de los tiempos de crisis sobre la masa de los menos pudientes, mientras maniobraban con el fin de evitar el deterioro de capitales y ganancias. La oligarquía aceptará no obstante a quienquiera haya sido beneficiado por la coyuntura y logrado el éxito económico. En el momento presente las clases medias que apoyaron la monarquía de Juan Carlos avalada por Europa, con la confianza en que facilitaría la implantación de las pautas de funcionamiento de los sistemas del mundo occidental, se sienten frustrados, por constatar que no ha tenido lugar, sino la reafirmación de la oligarquía, mediante la readaptación de los viejos modos autoritarios y la generalización de las prácticas corruptas. La instauración de la República con un ineludible proceso constituyente que anule los manejos de la oligarquía y desarbole sus instrumentos sociales de imposición, es contemplada como el camino idóneo para establecer un sistema que supere los condicionamientos socio-políticos que hasta el presente han impedido la democracia en el marco del Estado español. Impidiendo las maniobras de los sectores económicos tradicionalmente poderosos, anulando las presiones de Iglesia y Ejército y marginando todo tipo de influencia institucional que no sea resultado de procesos de elección totalmente abiertos y nuevos desde la base social, muchos ven factible la concreción de un poder liberado de las vinculaciones del viejo sistema y con capacidad para incidir y modificar las bases de poder en lo social y económico de los grupos oligárquicos.

 

El marco político que se presume en el párrafo anterior contiene, sobre el papel, las condiciones para el establecimiento de una democracia en el pleno sentido de la expresión. No obstante constituye un modelo que no tiene en cuenta la realidad histórica de España. Cuando aludo a la realidad histórica, estoy pensando en la percepción que tienen de sí mismas las distintas colectividades nacionales inclusas en la presunta Nación española. Algunas de estas colectividades, como son Navarra, Cataluña, y en cierta medida Galicia, reclaman una especificidad sociocultural configurada a lo largo de la Historia que les lleva a la no identificación con España como Nación. Los defensores del proyecto de España atribuyen esta actitud a atavismos identitarios. Por contra quienes defienden la constitución de Estados propios para Navarra y Cataluña, señalan en los primeros las tendencias imperialistas y autoritarias que en otros tiempos históricos constituyeron el Imperio español, que hoy intentan reconvertir en el Estado-Nación de España, caído una vez más en la crisis, al no haber funcionado la reconversión post-franquista de la denominada transición. En definitiva, representa el fracaso de las castas dirigentes españolas en sus esfuerzos históricos por configurar un Estado-Nación de corte europeo. En todo caso la cuestión a plantear, afecta a la posibilidad de establecer un sistema jurídico democrático, -tal como lo reclaman los emergentes movimientos alternativos, plan que contempla el mantenimiento de España como Estado.

 

Aquí aparecen los denominados nacionalismos periféricos que muestran la desconfianza hacia cualquier propuesta basada en la configuración de un Estado con España, presente en el seno de las colectividades nacionales correspondientes. En la conciencia colectiva de estas Naciones se sitúa en un primer plano la experiencia histórica traumática, resultado de la imposición y represión por parte de España como Imperio y Estado. De esta experiencia también se considera responsable a la parte del Pueblo español que ha servido como instrumento para el sometimiento y sujeción de la Nación sometida, en forma de fuerza militar y policial constituida por todos los niveles de la sociedad opresora, o a través de la administración, legislación y acción cultural. Son estos medios que acompañan indefectiblemente al modelo de Estado. Es por esta razón por la que la alternativa Monarquía-República que se ofrece desde España no se considera solución desde la perspectiva nacional de Navarra y Catalunya. El proyecto de remodelación de España no pierde su apariencia de simple reconversión del Imperio, que fracasó de modo estrepitoso cuando se pretendió liberal, precisó de la mano de hierro de Franco y se pensó que podía, finalmente, alcanzar la democracia con la transición que nos ha tocado vivir. El camino a este fin consistía en implantación de una monarquía a medio camino entre la histórica y tradicional y la aportación de la Dictadura militarista de Franco, instrumento poco apto para abordar el desapego de las colectividades nacionales y la creación de un orden democrático consecuente. Tras cuatro décadas el desencanto se generaliza y en lo que toca a las Naciones de Navarra y Catalunya, gana peso la convicción de que España será siempre una Nación que no tendrá otra alternativa que el espolio y, por tanto, el autoritarismo.

 

En el momento en que el debate y la polémica se han generalizado en todos los niveles de la sociedad y medios de comunicación los discursos de unos y otros hacen temer que el contencioso se resuelva de manera conflictiva. Está claro que no existe voluntad de atender las reivindicaciones de las naciones sometidas atendiendo a lo que tienen que ser los principios básicos de la democracia, entendida esta como la existencia de unas condiciones en que se reconozca la igualdad individual y el derecho imprescriptible de las personas a decidir con libertad. Quienes defienden la persistencia de España como Estado y Nación, tienden a acusar a navarros y catalanes de egoísmo y mirada estrecha, cerrazón sobre una problemática propia y exclusiva y, por supuesto, insensatez ante una propuesta azarosa que ha de perjudicarles a ellos, tanto o más que a los españoles. Todas las circunstancias aconsejan abordar las reformas a partir de lo existente, para confluir en el establecimiento de lazos más intensos con el contexto europeo. A decir verdad nos encontramos ante el viejo discurso de la unidad, como premisa insoslayable de la solidaridad. Lo cierto es que esta remodelación del discurso unitario sigue respondiendo al interés del nacionalista español de mantener el control del Estado. Lamentablemente, aceptar el debate resulta estéril, al recurrir el nacionalista española a todos los medios con que cuenta desde su posición dominante y llevar la discusión a un remolino en que se agita el conjunto de cuestiones más diversas, sin fijación de normas, determinación de puntos de partida, u objetivos; a la manera de una mezcla de los más diferentes productos en la obtención de un caldo de batidora.

 

Existe una condición básica para la resolución del contencioso. Pasa por el reconocimiento de la igualdad de las partes y la disposición de las mismas a la libre decisión -Autodeterminación-. Exigencia a asumir por todos los implicados.