Criminalización de la pitada y complejo de inferioridad

Ni las descalificaciones, ni las presiones, ni las coacciones, ni las amenazas españolas no pudieron impedir que el mundo viera la atronadora pitada que el Camp Nou dedicó al himno y al rey de España, el 30 de mayo. Ni siquiera lo pudo ocultar el gobierno del Estado, que tenía el control de las imágenes cedidas a las televisiones. Hay cosas que no se pueden ocultar. Sin embargo, ante una situación como ésta, es obvio que todo gobierno estatal mínimamente cuerdo reflexionaría sobre las razones que provocan el rechazo a sus símbolos. Es bien sabido que nadie rechaza por gusto. Las personas acogemos quien nos respeta y rechazamos al que nos desprecia. Y España, además de no respetar Cataluña, también la desprecia, la expolia, la escarnece, la aprisiona, la esposa e impide que pueda decidir su destino. Incluso le niega la existencia como nación y considera a los catalanes como una pertenencia suya. Es decir, que los catalanes tenemos dueño, lo que explica que tengamos que pedir permiso para todo, ya sea para colgar una bandera en un ayuntamiento o para hablar catalán en un juzgado.

Se entiende, por tanto, que la dueño eche chispas al ver que el esclavo no sólo se le rebela, sino que lo hace ante las televisiones de todo el planeta. Esto último es lo que más le escuece, porque muestra al mundo dos cosas: una, que es un dueño de feria; y dos, que el Estado español no es ninguna nación, y menos una balsa de aceite. Hay un territorio que se autodenomina España -sobre Castilla profundizaremos otro día- y unas naciones, la catalana y la vasca, que no aceptan que nadie se les declare superior, y menos que se les imponga un nombre que no es el suyo y unas leyes que no son las suyas. Y para un Estado como el español, que tradicionalmente ha confundido el látigo con el poder y que no escucha declaración alguna de los desafectos que no empiece por ‘rendición incondicional’, el silbido es una afrenta mayúscula. «Un horror», en palabras suyas. Pero esto no es más que el fruto de un inmenso complejo de inferioridad. Y es que hay que estar muy acomplejado para sacralizar un himno y un rey y criminalizar su rechazo. El mismo rechazo que el público español del estadio Vicente Calderón, de Madrid, manifestó contra ‘La Marellesa’, en el año 2012, y que España, con buen criterio, consideró un ejercicio de la libertad de expresión.

Pero como se ve que no es lo mismo pitar ‘La Marsellesa’, que silbar el himno español, el Estado ha desatado un montón de amenazas, sanciones y caza de brujas que forman parte de una acción de gobierno de carácter totalitario -siempre he definido la España actual como una democracia totalitària- que nos traslada a los principios franquistas del famoso «Vamos a tomar medidas» y a la dictadura de Primo de Rivera, con el cierre del campo del Barça por un silbido igual. En definitiva, estamos hablando de un Estado que ha clausurado las instalaciones del FC Barcelona, que ha expulsado del país a su fundador, que ha asesinado a uno de sus presidentes y que ha bombardeado las oficinas de la entidad. Que no nos hablen, pues, de violencia, porque hemos sufrida la suya en la piel. Fue con violencia como nos arrebataron la libertad, ha sido con violencia como nos han mantenido en cautividad, es con violencia política como nos asesinan la lengua, es con violencia jurídica como nos impiden votar y es con violencia policial como nos apalean por llevar esteladas.

Llegados aquí, parece un despropósito que un Estado tan violento se precie de tener una comisión estatal contra la violencia, el racismo, la xenofobia y la intolerancia en el deporte, pero no lo es. Este organismo, que depende del gobierno del PP, pero que ya ha recibido el apoyo del PSOE contra el silbido catalán, no es más que un instrumento al servicio del nacional-españolismo, y como si fuera la guardia pretoriana de Nerón, se dedica a criminalizar todo lo que censura la divinidad española. Por eso se hace el loco cuando su policía rompe la cara de seguidores del FC Barcelona, cuando el público xenófobo de estadios españoles grita «puta Cataluña», cuando los racistas lo reafirman con insultos como «catalanas de mierda» o «matar catalanas, no queda otra» y cuando periodistas catalanes son agredidos en España por el solo hecho de ser catalanes.

Se entiende, pues, que en ocasiones como la final de Copa mencionada la gente aproveche para mostrar su rechazo a un Estado absolutista. Para un pueblo que no puede votar, que tiene prohibida la libertad de expresión y que sufre la expoliación de los recursos que genera, silbar el himno del Estado que le oprime es más que un derecho, es un deber. Respétame y te respetaré, dice Cataluña a España. Y este respeto pasa por no criminalizar las urnas y por dejar que el pueblo catalán se exprese en un referéndum de independencia. Pero pedir eso a España es pedir peras al olmo, porque ya hemos dicho que estamos hablando de un Estado que se declara propietario de nuestra vida y de nuestros actos. Y como por siglos que pasen no lo sacaremos de aquí, es vital que este 27 de septiembre actuemos en consecuencia y votemos aquellos partidos que quieren para Cataluña el estatus de nación normal. Una vez conseguido esto, ya no tendremos que silbar el himno español, porque seremos libres y seremos respetados.

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