De la inconsciencia crítica

Con ejemplos y sin ninguna concesión gratuita, el escritor analiza y denuesta la extendida práctica de la crítica literaria realizada desde la inconsciencia o la ligereza, especialmente cuando se trata de alabar las virtudes inexistentes de autores, a su entender, con más que evidentes carencias.

En el ámbito de la crítica, sea literaria o no, predomina una serie de costumbres que no favorece la comprensión de lo que se dice y, muchísimo menos, lo que se quiere decir. La mayoría de estas impertinencias críticas tienen un origen inconsciente. Lo que en personas de cierto cultivo intelectual es imperdonable. Porque la escritura, si por algo se caracteriza, lo es por ser un ámbito de la intencionalidad consciente. Decir que «lo he hecho sin darme cuenta» es la última ramplonería ética a la que el ser humano debería acogerse para evadirse de su responsabilidad. Muchos malentendidos y conflictos han surgido de la fuente contaminada de la inconsciencia. Del no saber que lo que hacemos repercute de forma mediata o inmediata en el humor del prójimo.

La inconsciencia es una epidemia. Pocas personas se verán libres de su nefasta influencia, tanto en la vida cotidiana como en la profesional. En el ámbito de la crítica, se manifiesta en aspectos aparentemente inofensivos, pero no lo son. Reflejan inexactitud intelectual, lo que en un escritor es vicio poco aconsejable.

Hay personas que, tras leer un texto, aseguran que «como es lógico, estoy de acuerdo con algunas afirmaciones, pero no con otras». Y se acabó la reflexión. Quien dictamina así debería aclarar sus afinidades y sus disonancias. Si no, ¿para qué mentarlas? Esto es pura cobardía intelectual o fruto inmaduro de la inconsciencia. Y, sobre todo, es una pena. Porque puede suceder que el autor acepte, quizás, esas disonancias, pero no las razones en que se basan; y, al revés, rechace dichas afinidades, pero no sus motivos. El terreno de la dialéctica suele ser caprichoso. Los puntos de encuentro con el interlocutor ocasional saltan donde menos los esperas. Para ello es necesario exponer las razones de las actitudes que tomamos ante las cosas. Cuando se replica que lo que alguien argumenta es de Perogrullo, sería bueno decir por qué. Porque, lo que para algunos es nítido como lo que dice Pero, no lo es si lo repite Grullo.

El ejercicio de señalar contradicciones en los demás suele ser muy divertido. Disfrutamos, sobre todo, cuando las encontramos en escritores que no nos gustan. Por ejemplo, De Prada, que pierde tanto tiempo metiéndose contra los ateos, afirmaba que éstos tienen de Dios la imagen de un ser terrible. Este escritor integrista da pena. Ni siquiera comprende que el ateo no puede tener imagen alguna de Dios, porque no cree en su existencia. Para el ateo, Dios es inodoro, incoloro e insípido. No es.

No basta con decir que un texto contiene contradicciones o que su autor se ahoga en ellas. Conviene señalarlas. Si sólo se sugieren y no se citan, no se ayuda al escritor para que las corrija. Porque éste, a no ser que uno sea Marías, siempre está dispuesto a aprender de quienes pueden enseñarle.

Una de las cuñas publicitarias de la crítica, y que a mí hace tiempo me impresionaba, era leer que tal escritor «es un consumado conocedor del mundo grecolatino; sus conocimientos del latín y griego son más que sobresalientes». Sin negar que dicho artista fuera sobrino de Catulo o nieto de Platón, lo que me traía mosca cojonera era saber si quien hacía esta alabanza conocía siquiera la primera declinación latina. Así que seguí los pasos de este crítico. Al tiempo descubrí que aquella alabanza se quedaba en agua de nieve, pues quien la hacía escribía «urbi et orbe», «motu propio» y unas cuantas expresiones latinas defectuosas más, impropias en quien presumía de saber latín. Porque ¿en qué nivel queda una alabanza si quien te la hace es un ignorante o un inconsciente pelota integral?

Eso me sucedió aquella vez en que Javier Marías alababa la prosa de Savater, asegurando que «era una de las mejores que conoce el castellano actual; pues Savater es un estilista magnífico que sin embargo nunca pierde de vista lo que pretende razonar o transmitir con la mayor claridad posible». A lo que podría haber añadido: «Todo lo contrario que yo».

De qué le sirve a Savater que Marías le haga semejante panegírico cuando es notorio que éste lleva años asistiendo al psiquiatra obsesionado por las incongruencias sintácticas que firma en sus novelas? Marías está negado para decidir quién escribe bien en este país y quién no. Y, la verdad, que haya elegido a Savater como el mejor prosista, y no a su adorado Benet, suena a asesinato edípico. Eso sí, el día que se le haga a Savater un escáner estilístico de su prosa, el plumilla de Chamberí se caerá del guindo.

Un caso emblemático, donde se unen inconsciencia y crueldad, es el de «Juan Palomo»; en un tiempo pasado se me aseguró que detrás de este seudónimo se escondía Blanca Berasátegui, pero hoy he perdido su pista. En «El Cultural» de «El Mundo», sumándose a la caza de brujas ideológica contra el profesor Fortes, hablaba de «un colega de la universidad de Granada llamado Fortes…»; añadiendo que «al tal Fortes… de no ser por el artículo de García Montero, no hubiésemos sabido nada jamás de su existencia».

¿Hubiésemos? ¿En plural? He aquí una tan deplorable como extendida actitud: medir el conocimiento ajeno por la propia ignorancia. «Si yo no sé quién es Fortes, es imposible que los demás lo sepan»; «si no me pasa a mí, no puede ser verdad»; «si me gusta a mí, es imposible que sea mal escritor». Estamos tan mal acostumbrados a sacar conclusiones generales de una experiencia particular que resulta muy difícil librarse de caer una y otra vez en el atolondramiento analítico e inconsciente.

Hablar de un «tal» Fortes no sólo denota ignorancia. También mala leche y desprecio. Todo ello producto de la fatuidad de quien se cree poseer la verdad absoluta, que es lo que les pasa a ciertos dómines que escriben en «El País» y en «Abc». La fórmula despreciativa de «un tal» ya la utilizó en su día el propio Marías. Tras recibir ciertas coces críticas de Senabre, se las espantó farfullando que «un tal Senabre dijo…». A mí, que Marías cayera en chabacana expresión me encantó. Revelaba la buena puntería de Senabre, quien, además de calificarlo como «un escritor de prestigio inflado», denunciaba la aversión de Marías al jabón de la gramática.

Un último detalle. Existe la tendencia a enjabonar a un escritor diciendo que su prosa «recuerda al mejor Cervantes», sin especificar a qué manco de los posibles se refiere. El crítico considera que, después de esta afirmación, nada más puede añadir como elogio. Sin embargo, olvida que Cervantes es un pésimo escritor para muchos otros críticos, escritores y lectores; entre ellos B. Gracián, Paul Groussac, Leopoldo Lugones y Borges. Parecerse a él es lo peor que le puede suceder a un novelista. Es lo que pensaría Benet cuando se dice que Pérez Reverte es el Galdós de nuestra época. Para Benet sería el mejor insulto que se le podría endilgar a Péreztriste.

Todo ello nos lleva a ponderar el sumo cuidado que conviene al repartir elogios o insultos. Cuando se hacen de forma inconsciente, sin razonar, el tiro, más que salir por la culata, tiene sabor a mostaza revenida.