Arrogancia de Estado

No es que me chupe el dedo a la hora de observar el debate político, no. Sé que estamos hablando de poder y, por tanto, del control de los aparatos del Estado que, aunque a la mayoría de catalanes nos caigan muy lejos, sabemos que pintan mucho. Tanto, que incluso se entiende que los pocos catalanes que son más conocedores de su fuerza porque han tenido tratos frecuentes sean los más reacios a creer que nos podremos escapar. Y se entiende que quienes conocen bien al Estado, o porque han sido usufructuarios de siempre -aquellos altos funcionarios que transmiten el «sentido de Estado» de bisabuelos a bisnietos-, o porque habiéndolo conocido recientemente han quedado fascinados por el mismo, den por hecho que la voluntad de independencia de los catalanes sólo tiene un final posible: el fracaso. Y visto así se entiende que, absolutamente seguros de tener detrás una fuerza descomunal, encuentren insensato que alguien se pueda imaginar que se independizara de la misma.

Pero, dicho esto, reconozco que me es difícil comprender cómo es que, precisamente por la posición de fuerza que tienen, muestren tanta incomprensión ante unas ideas que consideran infantiles, reaccionen con tanta agresividad ante unos gestos que consideran débiles o se nieguen a aceptar unos hechos que no les deberían inquietar. Claro que todo podría ser una impostura y que en el fondo entendieran las ideas, consideraran peligrosos los gestos y, secretamente, valoraran correctamente los hechos. Pero, ante esta duda, siempre me hago esa pregunta ingenua propia de los ciudadanos corrientes: los políticos ¿se creen lo que dicen? ¿Son tan cínicos para negar que una rebaja de impuestos a cinco meses de unas elecciones sea una maniobra oportunista de electoralismo populista, o están tan inseguros que necesitan autoengañarse?

Pongamos por caso el último discurso del presidente Mariano Rajoy en la clausura del campus FAES en Guadarrama este domingo pasado. Quedémonos sólo con tres afirmaciones de Rajoy. Una, que se felicitara de que «cada vez más catalanes apuesten por la concordia y la unión, ante la cerrazón y tanta propaganda independentista». Dos, que considerara que las próximas elecciones del 27-S son resultado de «fugas adelante o delirios personales», se entiende que del presidente Artur Mas. Y tres, que la voluntad de independencia sea para «romper lazos de solidaridad entre los españoles y levantar muros entre compatriotas».

En cuanto a la primera, sin entrar a fondo en detalles técnicos, hay que advertir que la variación en los resultados de la encuesta a la que se refería Rajoy deberían estudiarse a la luz de los sesgos en muestras anteriores no corregidos del todo hasta 2015 -no se atendían correctamente las proporciones por lugar de nacimiento, entre otros-, y en los diversos tipos de preguntas que se han ido haciendo a propósito de la independencia y que han visualizado de manera diversa los abstencionistas. A partir de aquí, especular sobre si el apoyo a la independencia sube o baja, por lo menos, es arriesgado. Según algunos cálculos que he podido ver, en 2013 el sesgo podría haber llegado a sobrevalorar y minusvalorar en casi diez puntos, respectivamente, los favorables y los contrarios a la independencia. Me extrañó que los expertos no dijeran nada, pero en ningún caso es creíble que los analistas de la Moncloa no conozcan estos detalles. Por lo tanto, si Rajoy se cree la primera afirmación, lo hace sobre la evolución de unas series poco comparables y que, recalculadas, le podrían decir lo contrario de lo que querría oír.

En segundo lugar, resulta inaudito que Rajoy insista en la teoría de un presidente Mas prisionero de sus delirios. En todo caso tendría que ir a una teoría del delirio colectivo, o del 43% de delirantes. Peter Berger y Thomas Luckmann, en ‘La construcción social de la realidad’ (1966), estudian los mecanismos de preservación de lo que llaman «universos simbólicos» y que, forzando un poco las cosas, ahora llamaríamos «marcos de comprensión de la realidad» . Según estos sociólogos, los dos sistemas principales son la «terapia» -que intenta reconducir al desviado hacia el orden a través del exorcismo o la confesión- y la «anulación», que simplemente trata de demonizar a quien queda fuera para que, simplemente, desaparezca. Pues bien: o Rajoy y su Gobierno se sienten tan fuertes que van directamente a la anulación del adversario, o se sienten demasiado débiles para pensar en recurrir a la terapia reintegradora. Y la pregunta vuelve a ser la misma: ¿realmente creen desde el Gobierno español y sus corifeos que la mitad de los catalanes se han vuelto locos, o que tratándolos de locos -por otra parte, de una incorrección política total- renunciarán a su voluntad?

Queda la última afirmación sobre si la independencia significa la ruptura de la solidaridad, el levantamiento de muros y la rotura de los lazos con España. Cabe decir que en un mundo globalizado, estas ideas son inverosímiles y que sólo se pueden entender en la dirección contraria: como amenazas por parte de Rajoy de querer aislar y dividir a los catalanes forzando el chantaje emocional. Si no se informara sólo de los aduladores habituales, estoy seguro de que Rajoy, con un poco de buena voluntad, podría llegar a entender que la emancipación nacional de los catalanes no tiene nada que ver con estos desgarros emocionales. Y, en cuanto a la imposibilidad de salir de él, más que de amenazar, sugeriría modestamente a la FAES que dedique el campus del 2016 a repensar una España con un 16% menos de habitantes, un 19 % menos del PIB y, si lo vieran necesario, a la manera de rehacerla emocionalmente.

LA VANGUARDIA