Àngel Ros y la poltrona de Lleida

El 19 de julio de 2014, hace exactamente un año, escribí el artículo «Un agente doble llamado Ángel Ros», que hablaba de las sibilinas maniobras del actual alcalde de Lleida haciéndose pasar por tercera vía entre la dirección del PSOE de Cataluña y la corriente crítica surgido en su militancia. En realidad, sin embargo, esa tercera vía era una trampa para embaucar indecisos y neutralizar la oposición, ya que Ángel Ros, aunque muy bien disfrazado, siempre ha sido un hombre de Miquel Iceta y del núcleo duro del partido, lo que las recientes elecciones municipales han puesto en evidencia al obligarle a pactar con Ciudadanos para poder conservar la silla. La cuestión es si todo vale por una silla, se vale todo para satisfacer una ambición personal de poder. Yo pienso que no, naturalmente. La ética y la dignidad deberían estar por encima de estas miserias humanas, pero es bien sabido que ninguna ambición desmedida puede ser satisfecha sin una gigantesca falta de escrúpulos. Para tener éxito en un ansia de poder a cualquier precio hay que renunciar a los principios éticos y a la dignidad. Sin el peso de estas dos ‘losas’ todo es mucho más fácil, porque se evita la mala conciencia y el código ético personal se reduce a aquel viejo dicho que dice «dame pan y dime tonto». Por eso Àngel Ros no ha tenido ningún escrúpulo a la hora de firmar un pacto execrable con una formación ultranacionalista española como Ciudadanos en contra de los derechos nacionales de nuestro país.

Por la poltrona de Lleida, el señor Ros ha decidido dar aún más fuerza al supremacismo de la lengua española en la capital del Segrià y prohibir la colocación de esteladas en edificios públicos y también el apoyo, aunque sea de palabra, a la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI). Él lo ha explicitado así: «Tenemos una buena sintonía con Ciudadanos e identificaciones en muchos ámbitos». Los nacionalistas españoles siempre tienen muy buena sintonía entre ellos contra la identidad, la lengua, los símbolos y las libertades de Cataluña. Dice el señor Ros que antes de pactar con Ciudadanos ofreció un gobierno de coalición a CiU, y que le dijeron que no. Pero la excusa no sirve, por dos razones. La primera es que nadie tiene ninguna obligación de pactar con nadie; y la segunda es que si nadie te quiere, la solución no es vender tu dignidad para retener el poder, sino renunciar al mismo para salvaguardarla.

Lo que Àngel Ros salvaguarda, sin embargo, es la silla. La silla lo vale todo. Y como esta es una ambición muy difícil de ocultar, se ve obligado a justificarse diciendo «no he vendido mi alma». Pero se nota que es una justificación provocada por la lectura que seguramente hizo un día de una de las obras más famosas de Oscar Wilde, la que nos habla de la indigencia de espíritu que a veces encontramos en personas que tratamos de excelentísimas. Es una lástima que, de paso, no haya recordado una reflexión de hace dos mil años sobre el vacío existencial del que vende su alma para ganar el mundo, y que Tomás Moro hizo suya al ser condenado por Enrique VIII.

Con relación a la lengua, el pacto del partido de Ángel Ros con Ciudadanos utiliza el demagógico pretexto de la «igualdad» entre el catalán y el español para marginar el primero. Y es que la «igualdad» es la herramienta que utiliza siempre el supremacismo españolista para eliminar la discriminación favorable al catalán en la administración y convertirlo en una lengua inútil en favor de la española. Para entendernos, si, en nombre de la igualdad, el profesor de un curso con alumnos de diferentes edades niega todo ventaja a los más pequeños, es obvio que está favoreciendo a los más grandes. Los pequeños, por tanto, nunca aprobarán. Es precisamente en nombre de la igualdad, que los pequeños deben tener ventajas que son inadmisibles en los grandes.

Sobre la prohibición de colgar esteladas, el pacto dice que hay que «garantizar la neutralidad del espacio público» y que «se impedirá la utilización del municipio para la instalación o colocación de símbolos ideológicos de cualquier tipo». ¿Es que no es un símbolo ideológico, la bandera española? ¿Es que no es un símbolo de opresión, para buena parte de la sociedad catalana? ¿Dónde está la pretendida «neutralidad» de esta bandera? ¿Es neutral, una bandera que se impone a los ciudadanos por encima de lo que puedan decidir democráticamente? ¿No es una bandera perfectamente legal, la estelada, con la que se identifican millones de catalanes? ¿No merecen respeto los leridanos que la quieren? Podemos intuir la respuesta del señor Ros y de Ciudadanos: «Que lo amen en la intimidad». Es decir, como en el franquismo.

En cuanto a la prohibición de apoyar a la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI) se descalifica por sí misma por antidemocrática . Sólo una ideología reaccionaria puede impedir algo así; sólo unos principios totalitarios pueden prohibir que un consistorio se pronuncie por votación en torno a los temas que le apetezcan, ya sea en defensa de los negros, los homosexuales o los pueblos; sólo una actitud supremacista puede criminalizar la defensa de los derechos humanos. Y, mira por donde, el derecho a la independencia de todos los pueblos de la Tierra es uno.

Visto esto, es una lástima que el señor Ángel Ros no se dedique al teatro; haría un formidable Ricardo III. El retrato shakespeariano del hombre dispuesto a todo a cambio de poder le sienta mucho y, justo antes de bajarse el telón, rozaría la excelencia en la escena en que, herido de muerte en la batalla, Ricardo cae al suelo y pide: «¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo!» Hay hombres así, hombres que lo darían todo por una migaja de poder.

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