Crónica de la post-violencia: El ‘understading’ de la escenificación judicial

1.

Al final, Segi y sus enclaustrados no eran «terroristas». Lo dice un tribunal, después que los acusados hayan agotado los plazos máximos de prisión preventiva. Así y todo, lo que dicho tribunal parece sostener es que a un universo donde un tribunal puede corregir a otro se le puede llamar el mundo de la justicia.

Así es que, por elemental lógica deductiva, habremos de valorar como viniendo del mismo mundo, justo por definición y ejemplo, el entendimiento de otro tribunal según el cual el rostro destrozado de Unai Romano se lo causó él mismo, por más inexplicable que le resulte a cualquier creyente creérselo.

Precisamente eso nos lo garantiza la primera mitad de la naranja. Porque la segunda nos aclara algo de todavía más fondo: – que el escenario conflictivo vasco no remite a una temática bélica, sino más bien a un problema judiciario, que policía y tribunales toman a su cargo, empleando, como advertimos, las más sanas normas de justicia certificada. A eso se llama aplicar las leyes. Nada mal.

Pero se aprende mucho de política al observar a la vida judicial. O, al menos, una cierta vida judicial. Una vida judicial dónde la escenificación de la justicia, borrando su realidad de administración del único derecho visible, el derecho de conquista, cumple a cada nuevo fallo el rol vital de hacernos olvidar la fuente violenta de lo que solemos reconocer como «El Derecho». Y sin esa referencia no es cierto, entonces, que al conquistado no queda más situación ni definición que la del «derrotado». De ahí proviene la naturalidad con que la defensa del poli-homicida de Iruñea que disparó contra Angel Berrueta puede alegar en defensa de su cliente haberse tratado de una disputa de vecinos, en el límite, un bajo tema barriobajero, una algarada sin más que, accidentalmente, acabó mal.

2.

De sobra sabemos cómo las relaciones entre dominadores y dominados son infinitamente más complejas que esta lógica de apariencias en que parece moverse lo que a sí mismo suele llamarse Justicia. Pero, incluso en su seno, en su lógica interior, es posible encontrar en el discurso judicial un sub-texto, una especie de entendimiento subterráneo (el «understanding», inglés), que permite entender cómo incluso las

decisiones contrarias siempre juegan a favor de los de siempre.

De ese texto oculto uno puede percatarse sólo cuando piensa como cada fallo absolutorio de un inocente contribuye a justificar las condenas de todos los demás, sean culpables o inocentes. A cada año de cárcel preventiva cumplida por los absueltos de

Segi-Haika-Jarrai se añade esa absolución sin penas ni quejas de cuantos policías y militares puedan haber pasado los primeros días de septiembre del año 2001, en la comisaría de Madrid, con Unai Romano. A la cara desecha de Unai Romano hay que agregarle también la descarada evocación en escenario judicial de la falta de suerte de Angel Berrueta al encontrarse justo en la línea de disparo de su todavía más desafortunado poli-homicida.

El sentido más hondo y cruel de la administración judicial -con sus altas y bajas- del conflicto político consiste, por lo tanto, en el hecho de la violencia que impone la muerte impulsiva y arbitraria, la tortura más salvaje, la redada indiscriminada o simplemente la más primitiva e injustificable criminalización de las ideas contrarias,

saber que lo único que va a sucederle es la violencia añadida del silencio social o del sarcasmo judicial Es decir, la más violenta y certificada post-violencia.