San Ignacio de Loyola,… y cierra España

Enternecedor artículo el de este periódico sobre el acto publicitario organizado por la alcaldesa del expolio para, sin arrepentimiento que valga, «adecuar» el monumento franquista construido en 1950; monumento de cuando el nacionalcatolicismo, versión Sebastián, se sobreponía al miedo que la persecución de la República les había dejado en el alma. ¡Qué pobres… el trabajo que les dimos en Navarra llenando cunetas, levantando el brazo y repartiendo bendiciones!

Ha llovido suficiente, pero seguimos soportando la papilla que tanto le gusta al nacionalismo español travestido de chorizo pamplonica:«El grupo escultórico mostraba el momento en que el santo era transportado por sus compañeros de armas tras ser herido en la defensa del castillo de Pamplona de manos de los franceses [sic]».

Pocas líneas para tanto tópico: a) Salvo que el título de santidad tenga efectos retroactivos, el de la escultura no es santo alguno, sino un militar, de la facción oñacina de Guipúzcoa, partidaria del rey castellano para conquistar Navarra. Un prenda, tan ejemplar como el duque de Alba o Cisneros, a quienes, a este paso, la del ático terminará dedicándoles sendas esculturas, con el mismo «cariño y devoción» que al «Soldado y combatiente de España», tal como rezaba el monumento presidido durante 55 años por la Laureada.

b) El «santo» no fue trasladado por «sus compañeros de armas», que fueron reducidos, sino por Esteban de Zuasti y Martin Sanz de Ilzarbe, caballeros navarros al servicio de Enrique II, el sangüesino, que por el valle de Larraun lo condujeron, herido, a su casa.

c) Hace falta bemoles o ser devoto de la FAES para seguir repitiendo que defendía Pamplona del ataque de «los franceses». Ni los de Cordobilla lo dicen en su crónica. Iñigo de Loyola trataba de aguantar en el castillo de Pamplona para dar tiempo a que más tropas castellanas llegaran para mantener la ocupación, y los famosos «franceses» eran las tropas del rey de Navarra que trataban de expulsar a los invasores. Tropas formadas, fundamentalmente, por navarros de toda su geografía y de los territorios pirenaicos de la Corona, gascones-bearneses-occitanos. Territorios al norte de los Pirineos que nunca fueron franceses, hasta que fueron ocupados.

Robert Escarpit recuerda que en Avensan no han olvidado a Pey Berland, que en el siglo XV luchó contra «el invasor francés», o que en Blaye, pueblo fronterizo gascón, consideran al territorio más al norte el país de los «Gavaches», de lengua «d’oil» diferente a la suya. Podrían, al menos, leerse los libros de Mª Puy Huici o Pedro Esarte sobre la conquista, o callarse.

Sobre el «santo», no estaría de más que los cronistas recordaran que fue la punta de lanza del integrismo europeo, estandarte de la Contrarreforma y destructor de los logros que representaba el Renacimiento. Su famosa transformación, el «milagro» de su herida, no fue más que una reconversión de los modos militares en «espirituales». Aun a sabiendas de que servirá de excusa para que más de un alma cándida se rasgue las vestiduras –o las sotanas– en estas páginas, siempre dispuestas a tan notables intelectuales de la pila bautismal, reproduzco la opinión de Federico Krutwig: «… es quizá la persona más nefasta y repugnante que ha producido la humanidad», «… fue el monstruo infame que dio nacimiento a ese engendro que se ha llamado la Compañía de Jesús y que es la autora natural del asesinato del Renacimiento».

El Dr. Kart Vossler afirma que «la decadencia de la literatura italiana está señalada principalmente por la Contra-reforma» jesuítica.

Incluso el conservador inglés J. Chamberlaine, promotor del imperialismo, también lo consideraba peor que un monstruo…

Nuestro Enrique III, autor del Edicto de Nantes, por el que por primera vez en Europa se proclamó la libertad de conciencia, fue asesinado por un fanático con alma jesuítica ofendida con semejante atrevimiento. La Pamplona de los trasteros reconvertidos en áticos nunca verá un monumento a quien la muerte impidió concluir el primer proyecto de unidad europea. Las devociones de los del duque de Alba son más «jesuíticas» y laureadas. Y que la oposición, de toda esta gran porquería, sólo haya protestado porque los rótulos no están en euskera, da la medida de hasta dónde llega la riada.

Aquí, de inauguraciones para «incrementar el patrimonio cultural» (¡gups!), y mañana, San Ignacio, patrón de Guipúzcoa y de Bizcaya… ¡Vaya futuro nos espera!