Paseando por Berlín

Paseando por Berlín, al día siguiente de mi llegada, me encontré, partiendo de Grosse Stern, en el lugar donde las avenidas con árboles empiezan a ser bañadas por el río, allí donde las orillas se convierten en jardín. Los puentes lo cruzan: entre otros el puente de Lichstenstein, que lleva de la salida trasera del zoológico al Tiergarten. no muy lejos de la exclusa. Había niños mirando la espuma que forma el agua al pasar. De repente, me llamó la atención un monumento rectangular, no mayor que una cabina telefónica. En él podía leerse con claridad que su función era señalar el lugar exacto donde fue asesinado Karl Liebknecht el 28 de enero de 1919, de dos tiros por la espalda, a cinco metros de distancia. Me detengo largo rato y me viene a la memoria obstinadamente una frase atribuida a él: «Si se alcanza la meta, no importa si viviremos nosotros entonces». Presiento que Rosa Luxemburg murió muy cerca. En efecto , continuo andando y a los pocos metros veo que han convertido su nombre en un monumento de bronce. El paisaje es idílico. Es difícil imaginar cuando se ven las copas de los árboles reflejadas en el agua, que – palabras de Franz Hessel en «Paseos por Berlín»- » la tranquilidad de este puente fuera profanada en una ocasión por canállas, que un par de pasos más adelante, arrojaron al agua el cuerpo moribundo de una pobre luchadora que tuvo que pagar con su vida por su bondad y su arrojo».

La historia se ha puesto de pie en la fría mañana de Berlín. Hemos llegado la víspera, Montserrat Galcerán y yo, con su hijo Guille, que nos acompaña cámara al hombro. No suponía que un viaje de reconocimiento e investigación de autores favoritos, me iba a trasladar, a los días de la Segunda Guerra Mundial, a sus prolegómenos y a sus consecuencias. En unos asientos cercanos viajaba una familia española y una de las hijas le decía a su hermana: «Mira, son árboles de Navidad», señalando , desde la ventanilla, luces de colores que, iluminaban la ciudad en la oscuridad de la noche. Insistió varias veces. En efecto, podían ser adornos navideños porque mediaba el ultimo diciembre. No pude por menos que pensar en la estupidez humana buscando a Papa Noel. Yo no buscaba nada concreto, pero me encontré lo más inesperado: cara a cara con la historia.

En el interesantísimo libro de Sebald titulado «Historia Natural de la destrucción», donde denuncia, con crudeza y realismo, los brutales bombardeos de los aliados sobre Alemania en los momentos finales de la guerra, se refiere también al silencio de los intelectuales y a la culpabilidad de la ciudadanía , según él, se mantiene todavía. No pude dejar de recordarlo durante la semana que pasé en Berlín. Cuando paseaba o descansaba de las jornadas agotadoras en un restaurante o café, miraba a mi alrededor y pensaba en todo lo sucedido en aquellas calles, avenidas y plazas, y en los orígenes y antecedentes de las personas que se cruzaban conmigo. ¿Quien habría sido un nazi, o hijo de un nazi? ¿Quién un complice? Berlín representa la historia de nuestro siglo más que cualquier otro lugar. Me acordaba muy bien de una semana transcurrida en la misma ciudad pero en la zona este, todavía bajo administración rusa: distinta pieza del mismo puzzle.

Berlín es bella. Sus edificios, sólidos y elegantes. Las calles, anchas y bien trazadas. El colorido, armónico. Las tiendas del centro, lujosas pero sobrias. Mi sueño sería vivir en Berlín porque posiblemente sea la ciudad que prefiera de Europa. En ella Unter Den Linden es la más hermosa y la más importante avenida de lo que fue la RDA. La primera vez que estuve allí, el muro todavía estaba en pie y la zona, dedicada a exhibir los: «Desastres de la guerra». Las casas, permanecían agujereadas, a pesar de los años pasados, y muchos monumentos se mantenían intencionadamente destruidos. De día, la guía nos enseñaba lo más importante de aquella parte de la ciudad. Por las noches, yo aparentaba subir a mi habitación, despidiéndome cordialmente, y me iba sola a pasear, para acabar siempre junto al muro. Acabe de tomar conciencia allí, del mundo que nos ha tocado vivir, de las tensiones norte sur, de las división arbitraria de los pueblos, de la explotación del hombre, de la injusticia, también de la falta de libertad. El muro me ayudó a llegar a lo profundo de las cosas, para intentar comprender y comprenderme. Como todos, me alegré cuando desapareció ; suponía una esperanza.

Ya no hay muro en Berlín. Y los kilómetros que aquel recorría, con una enorme anchura, cayeron en manos de los especuladores. Fastuosos edificios de oficinas, fantásticos hoteles, bloques de grandes superficies para el consumo, rodean y oprimen la puerta de Brandemburgo. Pasear por Unter Den Linden continua siendo bello, un gran paseo, que te lleva a la zona comercial. Me limitare a describir dos escaparates que dicen mucho por sí mismos: en uno de los grandes bancos, se anuncia el instituto Wallstreet con el siguiente rótulo: «El mejor camino es aprender inglés» , y la enorme vitrina de unos grandes almacenes, decorada e iluminada en tonos rosa, exhibe grandes esferas traslúcidas con unos objetos que, en un primer momento, no reconocimos. Pronto. nos dimos cuenta de que se trataba de Barbies que conmemoraban el 42 aniversario de su comercialización. Me dolió el corazón presionado por el siglo: sesenta años de paz sobre millones de muertos para que el capitalismo llegué tan lejos. 42 años y los que vendrán, de generaciones de niñas vistiendo de putas ricas a sus muñecas sobre los cascotes del muro derribado. No se si es verdad que los alemanes se sienten todavía culpables de los monstruosos crímenes de Hitler y del nacionalsocialismo, de su brutalidad y su barbarie. Lo niegan Norbert y Stephan Lebert en:»Tu llevas mi nombre» cuando escriben: «¿Es la nuestra una sociedad plomiza, asfixiada, porque todavía tiene mucho que saldar con el pasado?». No tengo respuesta. De lo que estoy segura es de que el capitalismo y todos los que vivimos en él y de él, especialmente quienes se identifican con el sistema, sí deberíamos sentir el peso de la culpa por lo que hemos hecho con la victoria y con los sesenta años posteriores.

Al volver a cruzar la plaza de Brandemburgo, lo último que escuché fue la arenga de un socialista. Me llegaba ininteligible, lejana en el tiempo y en el espacio. La zona que antes ocupaba el muro presentaba ahora, adornando ventanas de apartamentos de lujo, profusión de árboles de Navidad. Mi imaginación volvió a la familia del avión Madrid-Berlín. «Mira, mira», se dirían los unos a los otros, tan contentos, señalándolos. Su camino estaba señalizado con bolitas de cristal. Otra vez en casa, leí un pequeño libro que recomiendo, es de Christa Wolf y se llama: «Lo que queda». No era esto lo que querían muchos de los habitantes de la RCA, y no puedo por menos de añadir, después de haber visto lo que queda, que yo tampoco.