Chulear a los clásicos

El sociólogo Ignacio Sánchez Cuenca cuestionaba el modo con que ciertos novelistas intervenían en la opinión publicada dando lecciones para solucionar los problemas de la vida de los demás.

 

En ningún momento cercenaba el derecho de los escritores a intervenir y a decir lo que les dictase su inteligencia parva de las cosas. Sólo les recriminaba sus maneras, pues éstas revelaban que su idea acerca de lo que hablaban no era muy acertada o conveniente. No decía que hablaban de lo que no tenían ni pajolera idea, pero sí podía obtenerse una implícita conclusión mucho más venenosa aún: sus intervenciones, más que ideas políticas o económicas solventes, eran pajas mentales. Muy bien licuadas como correspondía a tales sustancias grises, pero eso, simples ocurrencias. No los acusaba de triviales, pero casi.

 

Siguiendo este cauce, me gustaría hablar aquí de otro hábito de los escritores, hablen o no de política, consistente en concitar la presencia de la literatura clásica como remedio o cataplasma a casi todos los problemas de la vida, que aquellos, en particular, no suelen padecer.

 

Con la crisis económica actual, la proliferación de artículos recordando a los clásicos se ha extendido como plaga, superando, incluso, la verborrea del mexicano Carlos Fuentes, quien con perversa periodicidad recuerda una y otra vez la necesidad de leer «El Quijote» para que todos seamos más buenos que el pan de horno. Eso, sí, jamás superará en este cometido de santero vudú a Vargas Llosa, para quien la ficción es el mejor antídoto inventado contra la depresiva situación existencial por la que pueda atravesar cualquier humano que no tenga la renta per cápita del nobel.

 

Nunca confié en que la literatura nos hiciera mejores ni peores sujetos de lo que ya lo somos por prescripción facultativa del genotipo y de las circunstancias en que vivimos, así que tampoco me será posible aceptar ahora los requerimientos literarios que se hacen para conjurar la crisis que acogota a los pobres de este mundo.

 

Chulear a los clásicos ha sido una constante de los contemporáneos. En este sentido, el fenómeno del proxenetismo literario es una de las cosas más feas que practican algunos críticos y escritores. Lo hacen, además, sin pudor, y, como diría Bourdieu, de forma tan descontextualizada que caen en estupro. Y lo hacen por delante, por detrás. En privado, y en público. De forma individual, copulativa e interdisciplinar. Y sin vergüenza alguna.

 

Se olvida que los problemas y las preocupaciones de los clásicos no son los nuestros. Y no lo son, porque el espacio y el tiempo en que se inscribe nuestra problemática, es no solo distinta, sino contrapuesta en muchos órdenes de la existencia a la de aquellos. Ni Cervantes, ni Quevedo, ni Baroja, nos han de hacer más demócratas de lo que somos; y, probablemente, menos crápulas de lo que podamos ser en la vida por méritos propios.

 

La consecuencia práctica más negativa de este procedimiento es que los escritores dejan de ser buenos o malos no porque lo sea su literatura. Este detalle es lo que menos importa. Lo que resulta definitivo de un escritor -sea de la quinta de Cicerone o de Clarín- es si nos sirve para justificar nuestras posiciones amañadas de hoy. Se arramplan sus citas como si fueran voces del más allá conminándonos a actuar de una manera determinada. Tratándose, a veces, de textos de más de mil años, el gesto no puede resultar más ridículo.

 

En ocasiones, lo más patético es que ni este último movimiento de carácter ideológico parece interesar demasiado a las intenciones didácticas de quien así chulea a Terencio o a Kafka. Pues lo que realmente interesa a estos saqueadores no es ni siquiera lo que realmente saquean, sino demostrar lo bien que saben exorcizar el tiempo presente con textos de la época de Lao Tsé.

 

Aprovechando que una golondrina no hace verano, pero lo anuncia, con motivo del bicentenario del nacimiento de Charles Dickens, algunos escritores hodiernos se han dedicado a recordarnos no la necesidad de leer a tan recio escritor realista, sino lo bien que este ya prefiguró la crisis que íbamos a pasar y, no sólo eso, hasta los remedios que serían necesarios tomar para conjurarla. El escritor Benjamín de Prado, el más entusiasta de estos intérpretes acomodaticios, sostendrá que todo lo malo que pasa hoy ya estaba anunciado por el «visionario» Dickens: lucha de clases, explotación infantil, ineficacia de la justicia. Ni Marx ni Engels lo describieron mejor.

 

Recordaba B. de Prado el accidente que sufrió Dickens cuando viajaba en un tren, en el que los siete vagones que precedían a su compartimento cayeron por un precipicio. La reflexión del escritor madrileño no puede ser más ajustada a su entusiasmo: «No hay que tener una gran imaginación para ver en esa escena una metáfora de esta Europa que hoy descarrila poco a poco, primero Grecia, luego Irlanda, después Portugal…».

 

Ignoro si es necesario poseer una gran imaginación para captar el intríngulis de la metáfora del descarrilamiento. Pues, en efecto, se trata de una metáfora muy compleja. No está al alcance de cualquier caletre. Seguro, además, que en esta época no hubo más accidentes de este tenor. De ahí que a mí me cueste tanto entender cómo un accidente ferroviario ocurrido hace casi doscientos años pueda servir como imagen visionaria de una Europa derrapando la pobre en 2012. Quizás, tenga que forzar un poquito más mi precaria imaginación.

 

Pero, sin duda, donde el arrobamiento dickensiano del escritor madrileño se desborda es en este comentario: «Tal vez el derrumbe se detenga a tiempo, y los que nos conducen a la catástrofe recuperen el sentido común igual que lo hizo el tacaño señor Scrooge en «Un cuento de navidad», que al ver el negro porvenir que le anunciaban los espíritus del Pasado, el Presente y el Futuro, donde podía verse una tumba con su nombre y sin ninguna flor encima, supo cambiar a tiempo y convertirse en un hombre generoso. Es una parábola que, hoy más que nunca, merece la pena no olvidar».

 

Ni el cardenal Rouco Varela lo hubiera dicho mejor: la crisis económica actual es una crisis moral. Así que todo será cuestión de esperar que los empresarios se monten en un tren, descarrile este, y aprendan por inspiración divina a ser generosos, hayan leído o no a Dickens o a Carpanta.

 

Gara