Fernando de Aragón, el católico

La muerte del conquistador

 

EL 23 de enero de 1516, de madrugada según sus biógrafos, Fernando II de Aragón, más conocido como El Católico, dejaba este mundo. Para los españoles había sido un gran rey. Para los navarros, el hombre que tres años antes había conquistado su reino y acabado con su independencia. El viejo monarca había nombrado como regente de Castilla al cardenal Cisneros y como gobernador de Aragón a su hijo el arzobispo de Zaragoza.

En lo concerniente a Navarra, Cisneros se había opuesto a su conquista y ahora temía la reacción a uno y otro lado de los Pirineos. Al norte, Juan III de Labrit y Catalina I de Foix, los legítimos monarcas navarros, estaban preparando su ejército para marchar sobre Pamplona y recuperar su reino. Al sur, la muerte del rey rompía las obligaciones de lealtad que los navarros habían adquirido, forzosamente en la mayoría de los casos.

Al día siguiente de la muerte del rey, Cisneros escribía a Juan III y Catalina I por medio del embajador navarro, Ladrón de Mauleón. Tratando de evitar la inminente guerra, les proponía someter el contencioso sobre Navarra al arbitraje del rey de Francia y de Carlos de Habsburgo, príncipe heredero de España. Pero, sinceras o no sus intenciones, lo cierto es que el cardenal trató de ocultar la muerte de su rey. Los monarcas navarros, que ya habían conocido la noticia, se sintieron decepcionados y la propuesta de arbitraje les indignó aún más.

Como temía Cisneros, la muerte del rey desató la inmediata reacción de los dos bandos navarros que se habían enfrentado durante la guerra civil y que habían mantenido distintas actitudes durante la conquista. Los beaumonteses, liderados por el conde de Lerín, la habían apoyado. Los agramonteses, con el mariscal Pedro de Navarra a la cabeza, la habían combatido con todas sus fuerzas. No obstante, ambos entendieron que con la desaparición del rey Fernando quedaba sin efecto el juramento de fidelidad que le habían prestado. Ahora el gobierno del reino recaía automáticamente en el Real Consejo y las Cortes navarras deberían elegir un nuevo rey.

la sublevación navarra El momento fue una buena oportunidad para que los navarros intentaran recuperar la independencia perdida. Así que, durante los últimos días de enero y principios de febrero, ambos partidos se apresuraron a tomar posiciones. El coronel Villalba -máximo cargo militar del ejército de ocupación y hombre de confianza de Cisneros- había viajado a Castilla y el conde de Lerín creyó llegada la ocasión que estaba esperando. Desaparecido su entusiasmo por la conquista española, había llegado a un acuerdo con los monarcas navarros para colaborar en la recuperación de su reino. Se desplazó desde su castillo de Viana a Pamplona y, en un golpe de mano, se hizo con el control militar de la vieja Iruña.

Por su parte, el cabecilla de los agramonteses que no se habían exiliado, el marqués de Falces, se reunió en Olite con la plana mayor de su parcialidad. Recién llegado de la corte española, León de Mauleón les informó de que el rey Fernando había ordenado en su testamento devolver el reino a los monarcas navarros. También aseguró que el papa había amenazado con la excomunión a los nobles castellanos que se opusieran a la restitución de Navarra.

Enardecidos con estas falsas noticias, se cursaron órdenes a las principales localidades agramontesas -Tudela, Estella, Tafalla y Sangüesa- para que tomasen el control militar, no obedeciesen las órdenes del virrey ni permitieran la entrada de tropas españolas.

Olite fue la primera en negarse a abrir sus puertas a las capitanías enviadas a la villa por el virrey español y por el alcaide de Tafalla. Los olitenses irrumpieron en el palacio real y, tras desarmar y expulsar a la pequeña guarnición castellana, se aprestaron para resistir abriendo troneras y emplazando dos cañones sobre sus muros.

Poco después llegaba el turno a la cercana Tafalla, que abrió sus puertas a los legitimistas y bajo la dirección de su ayuntamiento se unió a la sublevación agramontesa. Pero, por mucho que lo intentaron, no pudieron someter a la guarnición del castillo.

Aprovechando la ausencia del gobernador aragonés, los de Sangüesa también se levantaron en armas y organizaron su propia milicia, asaltaron el palacio real y tomaron las armas que allí estaban almacenadas. Con ellas hicieron frente a una compañía de escopeteros enviados por el virrey y prendieron al alcaide de la fortaleza, que fue encerrado en el cercano castillo de Xabier. Allí, ante los ojos de un asombrado joven que llegaría a ser patrón de Navarra, su hermano levantó el pendón de los Labrit.

En cambio, tanto en Tudela como en Estella no se reaccionó tan rápido. Tal vez fuera imposible ante la presencia de fuertes guarniciones españolas o simplemente, aprendiendo del pasado, se consideró que aún era demasiado pronto. Pero en ambas ciudades, especialmente en la capital ribera, los agramonteses estaban organizados para levantarse en armas tan pronto el destronado rey Juan III de Labrit pusiese un pie en su reino.

la traición del conde y la reacción española Hacia el 7 de febrero, una vez conseguido el control de Olite y Tafalla, el marqués de Falces se acercó a la capital para tratar de llegar a un acuerdo con su enemigo el conde de Lerín y convocar las Cortes que debían proclamar al nuevo rey. No sabemos si sus intenciones eran sinceras, como tampoco sabemos si lo eran las del líder beaumontés cuando se mostró dispuesto a entrevistarse con él.

A la espera de acontecimientos, el cabecilla agramontés se instaló prudentemente en Barasoain (Valdorba), pero para entonces la situación en Pamplona había cambiado radicalmente. Apenas unos días antes había llegado a toda prisa Villalba para hacerse cargo de la defensa del reino. Estaba el coronel en Baja Navarra organizando a la guarnición castellana ante la inminente ofensiva, cuando supo la noticia del golpe de mano del conde y del levantamiento agramontés. Consciente de que el control de la capital era imprescindible para el sometimiento de Navarra, volvió sobre sus pasos con la mayoría de las tropas y se presentó a las puertas de la ciudad. A la vista del ejército de Villalba, el conde de Lerín cambió radicalmente de actitud y, en medio de reproches de propios y extraños, devolvió al virrey el control de la ciudad. Y no sólo eso. Secundado por algunos miembros del Real Consejo, proclamó a la reina Juana de Castilla como reina de Navarra. Pese a que incluso algunos beaumonteses se mostraron disconformes con ello, la decisión del conde y los suyos se pregonaba poco después por las calles de Pamplona.

Para el 22 de febrero, aunque el ambiente de conspiración persistía, los españoles habían recuperado el control de la Alta Navarra. Es más, con la inestimable colaboración del conde de Lerín que había convencido a los más reticentes, consiguieron reunir en la librería de la Catedral a los integrantes de las Cortes navarras. Ese mismo día la asamblea -donde apenas había agramonteses pero sí representantes de las villas Olite, Tafalla y Sangüesa recientemente sometidas- proclamaban a la hija de Fernando El Católico, Juana I La Loca, como soberana de Navarra.

A finales de febrero, los preparativos militares se aceleran a uno y otro lado de los Pirineos. Las guarniciones de Lumbier y Tudela son reforzadas con milicias alavesas y riojanas. Desde Pamplona se piden más soldados a Gipuzkoa y Aragón. También los capitanes navarros pro-españoles ya están reclutando sus propias tropas. Todo está preparado para hacer frente a la ofensiva de las tropas navarro-bearnesas que, encabezadas por el propio rey Juan III y el mariscal Pedro de Navarra, se pondrán en marcha para devolver a Navarra la independencia perdida. Pero el momento oportuno ha pasado. Los españoles y sus aliados beaumonteses les esperan. La ofensiva se estrellará frente al castillo de Donibane Garazi (Saint-Jean-Pie-de-Port) y, sobre todo, en las gargantas de Roncal.

 

Publicado por Deia-k argitaratua