Memoria de un miércoles al sol

Se trata de José Antonio Garmendia Artola «Tupa», condenado a muerte en 1975. Aquellas heridas de bala en la cabeza son las que le mantienen postrado, no puede moverse por sí solo y necesita de una silla de ruedas

Ocurrió hace unos días. Un hombre, rayando en los sesenta, paseaba en una hermosa mañana de miércoles junto al archivo benedictino de Lazkao. Iba acompañado de otra persona, que le ayudaba a buscar el mejor lugar para disfrutar del sol. Porque el hombre al que me refiero no puede moverse por sí solo y necesita valerse de una silla de ruedas.

Se trata de la misma persona que las crónicas de prensa de finales de agosto de 1975 consideraban como uno de los seguros condenados a muerte del consejo de guerra que se celebraba en la «sala de justicia» del acuartelamiento del Regimiento de Artillería de campaña número 69 de la VI Región Militar, en Burgos. José Antonio Garmendia Artola Tupa, fue detenido el 28 de agosto de 1974 en Donostia, junto a José María Arruabarrena Esnaola Tanke, en el curso de un «enfrentamiento» con la Policía, de resultas del cual ambos activistas cayeron heridos, Garmendia de mayor gravedad.

El abogado Juan Mari Bandrés testimoniaba, en el libro «Memorias para la paz» dictado al periodista Raimundo Castro, que «su coche (el de Garmendia y Arruabarrena) es tiroteado por la Policía y, a pesar de que han dejado las armas en el vehículo y han salido corriendo desarmados, son acribillados a balazos junto a la Facultad de Derecho de Donosti, ante numerosos testigos. Ambos son heridos, pero Garmendia de mucha gravedad, porque una bala le entra en el cráneo y le produce salida de masa cerebral». Detenido y presionado en comisaría, pese a su delicado estado de salud, que incluye quince días en coma y una delicada operación, se le mantuvo incomunicado hasta el 27 de diciembre de 1974, en un gesto de crueldad añadida.

Garmendia fue condenado a muerte en el consejo de guerra celebrado en Burgos, pena que le fue conmutada a última hora y en cierta manera traspasada a su compañero Angel Otaegi, que acabó siendo fusilado el 27 de septiembre de 1975, en el mismo Burgos. Las secuelas de aquellas heridas de bala en la cabeza, recibidas en la avenida de Zumalakarregi de Donostia, son las que le mantienen actualmente postrado.

La de José Antonio es otra cara del conflicto, la que ningún Instituto de la Memoria quiere contemplar, porque pone en cuestión toda la ofensiva ideológica que sustenta la operación de borrado sistemático de una parte sustancial de los últimos cincuenta años de nuestra historia, que se quiere acometer ahora que la organización clandestina ETA ha desistido en su actividad armada. Casos como el suyo no serán abordados en ningún congreso oficial de víctimas, en los que tan solo disponen del uso de la palabra quienes han estado en todo momento en el bando preciso, al que ellos mismos denominan de los vencedores, y, si han tenido alguna equivocación pasajera en su trayectoria, se han arrepentido posteriormente de la misma en la forma prevista por el poder.

Si vamos al fondo del asunto, deberemos preguntarnos de qué tendría que lamentarse este hombre. ¿De haber luchado contra la dictadura que pretendía aniquilar a su pueblo? ¿De haber militado en la resistencia clandestina? ¿De haber sido herido de suma gravedad por la Policía? ¿De no haber renunciado a su sueño libertario?

Entre las reverberaciones de la actualidad se oyen estos días voces diciendo que la Cultura, así escrita, con mayúsculas, no estuvo a la altura frente a la actividad de ETA. Quienes lo afirman deberían preguntarse qué hicieron ellos contra el terror de Franco y los militares que sostenían la dictadura. Porque hubo gentes de la cultura que compartieron prisión con Garmendia y Arruabarrena, como Eva Forest o Alfonso Sastre, por poner un ejemplo de personas conocidas en esta tierra. Ellos dos sí que estuvieron a la altura. A una altura a la que, los que ahora intentan imponer su criterio desde el poder, jamás lograrán asomarse, por mucho que lo intenten.

Queremos vivir un nuevo tiempo político en Euskal Herria. Un tiempo en el que todos los proyectos puedan competir en igualdad de condiciones y tengan la posibilidad de materializarse sin mayores cortapisas. En última instancia deben ser los ciudadanos quienes determinen el camino a seguir, eligiendo entre las opciones que mejor convengan a este pueblo. Sin más límites que la voluntad popular.

En ese nuevo tiempo habrá que realizar un esfuerzo añadido en pos de la convivencia, del respeto entre todos quienes queremos vivir en este país. Un esfuerzo que debe ser común. No vale exigir solamente a una de las partes, como se hace desde los ámbitos del poder. Es imprescindible reconocer el daño causado, sí, por supuesto, pero antes hay que realizar un ejercicio de realpolitik y establecer que el daño no ha sido causado exclusivamente por ETA, sino que el sufrimiento ha sido multilateral. Que los perfiles de los afectados por el conflicto son muy diversos y que nadie reúne en su persona toda la verdad, por muy víctima que haya podido ser.

La mañana de ese miércoles, cuando regresaba hacia Donostia, iba pensando en el inmenso valor que atesoran los documentos guardados con celo en el archivo de Lazkaoko Beneditarren Fundazioa, testimonios imprescindibles para desentrañar los vericuetos por los que ha atravesado este pueblo. Pero al mismo tiempo pensaba que si el archivo es importante, más lo es la figura de aquel hombre en su silla de ruedas, disfrutando del sol de mayo. Una figura que representa el testimonio de una trayectoria vital, discutida y discutible, pero que está ahí, presente en la memoria reciente de este pueblo y que ningún congreso, ni ningún instituto de la memoria, van a ser capaces de borrar.

 

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