El poder incontrolable de la televisión

No nos sorprendemos al darnos cuenta del nivel de humanización al que ha llegado uno de los electrodomésticos más inútiles y vacíos de contenido de nuestros funcionales hogares. El grado de interacción entre el hombre y la televisión es impresionante, pero no precisamente por los valores y ética ejemplar que debería transmitirnos, sino por el desequilibrio de fuerzas que se establece entre ambos: la influencia de la máquina sobre el hombre es absoluta, mientras que la relación inversa es prácticamente nula.

¿En cuántas ocasiones hemos encendido la televisión nada más llegar a casa por llenar un silencio que en algunos casos solo se verá suplido por el ronroneo televisivo? ¿Cuántas horas han pasado frente al televisor los que ya lo han vivido todo, los que, por problemas derivados de una edad avanzada, se quedan recluidos en sus casas o centros especializados para la ocasión? ¿ Cuántas veces hemos sentado a los niños delante del televisor para entretenerlos sin tener nosotros que participar en ello, independientemente de lo que vayan a ver a través de la pantalla, sin seleccionar lo que sí es apto para ellos y lo que no?

Quienes la califican como un «miembro más de la familia» no andan del todo desencaminados y quienes controlan la programación televisiva, lo saben bien. Así, la televisión se ha convertido en un medio de transmisión de información vacía y peligrosa capaz de alterar la percepción que la sociedad tiene, desde la infancia misma, de la realidad exterior. La elites que controlan las cadenas televisivas no se arriesgan con programas educativos o culturales, con ideas nuevas y revolucionarias que busquen transmitir valores de igualdad y solidaridad, en definitiva, con aquello que, desde su poder de influencia ponga en manos de la sociedad un material visual que le haga reflexionar, mejorar, avanzar de forma racional, sana y plena. Todo lo contrario, los valores que se desprenden de los programas y cortes publicitarios rozan en algunos casos lo denigrante y sexista por no pasar directamente a lo chabacano, sensacionalista y falto de respeto. Resulta increíble el poder de la televisión a la hora de transmitir una serie de principios, roles y valores de control social cuyas bases y razones de existencia solo se pueden entender desde el miedo de los de arriba ante la posibilidad de que la sociedad se decante por exigir una mejor calidad de vida a todos los niveles imaginables, desde la educación pasando por lo político para llegar finalmente a los derechos de los espectadores como consumidores y como personas.

Todos tenemos derecho a ser respetados como seres racionales, intelectuales y emocionales que somos, a que se nos tome en serio y no tengamos que ver los mismos anuncios cientos de veces como si con dos veces no los hubiéramos comprendido, aguantar a personajes, personajillos y demás fauna televisiva hasta la saciedad y tragar con una programación que en las horas de mayor audiencia, salvo escasas excepciones, parece destinada a reducir el nivel de inteligencia de los telespectadores.

La cuestión es que los que dirigen el tema televisivo desde el otro lado de la pantalla saben bien qué es lo que la gente quiere ver y a lo que, irremediablemente, todos tendemos, a lo sencillo, a lo que no nos traiga más preocupaciones de las que ya tenemos, a lo que nos va a dar que hablar, y no a lo real, a lo que ocurre allá afuera, a lo que realmente importa, a lo que debería hacernos cuestionarnos sobre la realidad social en la que estamos sumergidos, sobre cómo funciona el mundo y nuestro papel en él. Estamos tan sedados, tan sumamente atontados que si aún recibiéramos una información distinta, algo que no tuviera más razón de ser más que la de abrirnos los ojos, no calaría, no nos interesaría, porque no deseamos pensar ni involucrarnos, ni reconocer que el mundo real no es el que vemos en la televisión. Ese es el único mundo que nosotros queremos entender, que nos quieren hacer ver mediante un control estricto de lo que se programa y ofrece a la audiencia. Por poner un ejemplo que a golpe de vista nos puede parecer inofensivo y poco relevante tenemos las retransmisiones deportivas que se ciñen prácticamente a lo futbolístico como si el resto de actividades deportivas no existieran, por no hablar del deporte femenino, totalmente ausente en dicho medio de comunicación. Los ejemplos son muchos y variados, sus consecuencias y razones sociales, sorprendentes, preocupantes.

Quizás nos hayamos encontrado en una situación de esas en las que dos personas, A y B, comienzan una conversación que, por el momento y el contexto, debería ser banal y fugaz. Ahí es cuando uno de los dos elementos inicia el intercambio de palabras sacando algún tema televisivo, generalmente del género «rosa», por lo que el elemento B responderá rápidamente por su alto conocimiento sobre la materia en sí. Pero, ¿y si B es de esos que «no ven la televisión»? La conversación se tambalea y la reacción primera de A no se sabe si es de admiración por haber encontrado a alguien capaz de sustraerse de semejante máquina sin sentido o de preocupación por encontrarse frente a un «desconectado».

La televisión no es más que una forma de entretenimiento, dirán algunos, pero su función e implicación social nada tiene de inofensiva y esto es preocupante desde el momento exacto en el que la persona que se sienta frente a la misma no es capaz de captar esa influencia negativa dejándose empapar de una información carente de calidad y transparencia.