La historia sin fin

Europa parece revivir un mal sueño, ante el conflicto del lejano Este provocado por la situación que se vive en Ukrania, en una fecha de tan alto significado como es el centenario de la primera de las guerras que llevó al abismo a este territorio. Un espacio del mundo que había llegado a creerse dueño de la Tierra, a pesar de la rivalidad generada entre los Estados-Nación que lo integraban, decididos a imponer la hegemonía a sus congéneres; al margen de toda consideración de que esta rivalidad pudiese provocar a la larga su declive, en beneficio de los territorios extraeuropeos a los que pretendían imponer su dominación. En nuestro tiempo parece difícil que el conflicto generado a propósito de Crimea pueda derivar en un enfrentamiento generalizado. Los estados europeos se encuentran lejos de representar el potencial hegemónico de un siglo atrás; ni tan siquiera los mismos U.S.A. alcanzan tal grado, mientras en la percepción de los dirigentes y élites de las partes interesadas en el conflicto no se advierte una situación límite para los intereses nacionales en juego, como sucedió en 1914. No es una situación de ahora, o nunca… Ahora o estamos perdidos…, como la vivieron las generaciones que nos precedieron.

La situación geoestratégica de hoy en día difiere profundamente de las circunstancias dominantes de cien años atrás. Los europeos deberíamos entender que no se encuentran en juego nuestros intereses vitales. De hecho el predominio que persigue el mundo occidental en la actualidad frente a un  posible polo de poder situado al este de Europa, intermedio con los asiáticos, no representa un objetivo tan de primer orden, para un mundo que está muy lejos de tener la capacidad  de imponer la hegemonía a escala mundial. El conflicto presente nos permite remitirnos a épocas muy pretéritas, remontables a los siglos XVIII y XIX de la vieja Europa. La razón del enfrentamiento es resultado de la presión ejercida por los prepotentes Estados europeos sobre lo que ha sido el polo de poder ruso; dirigido por iniciativa de los zares Romanov, particularmente Pedro I y Catalina II la grande, tras conseguir la adhesión a Europa del mundo eslavo oriental. Esta Rusia no se limitó a imponer su hegemonía en los territorios del este, sino que llegó a mostrarse como la gran superpotencia de Europa tras el fracaso de Napoleón. No fue capaz de consolidar tal status, cuando la revolución industrial configuró como grandes potencias a la Alemania unificada de Bismark, y en cierta medida, a Francia; las dos en la estela de Inglaterra.

El declive de estos envejecidos imperios mediado el siglo XX convirtió a la U.R.S.S. en la gran superpotencia mundial rival de U.S.A. Se creía en un enfrentamiento de modelo socio-económico y de Estado liderado por ambas, pero, en el fondo latían las viejas aspiraciones imperialistas de unos y otros. ¿Quién podía llegar a pensar que un centro de poder -el soviético-, que alcanzaba el centro de Alemania, pudiera quedar relegado a un punto similar al que presentaba a principios del siglo XVIII? El aspecto de mayor alcance que tuvo lugar en el momento en que se hundió el sistema soviético, 1991, no fue tanto el fracaso de un modelo social y político -socialismo-, cuanto la misma destrucción de un imperio -Rusia- que venía dominando sin rival el este del continente eurasiático con anterioridad a las revoluciones política e industrial contemporáneas; en un tiempo tan lejano del nuestro como los últimos decenios del siglo XVIII.

Lo cierto es que los eslavos del este -rusos, ucranianos y rusos blancos- han localizado históricamente sus tierras en latitudes más norteñas que Crimea, en situación alejada del mar Negro. A decir verdad, es problemático concluir nada respecto al carácter de la población de esta área  que no adquirirá el aspecto de su actual población sino a través de los largos siglos medievales. En esta larga época el margen norte del mar Negro y el espacio aledaño es el espacio de pueblos conformados por poblaciones turcomanas -ávaros, kházaros, petchenegos…-, que generarán Estados de escaso desarrollo. Este espacio quedará posteriormente bajo la influencia de la Sublime Puerta de los otomanos, hasta que el expansionismo ruso se hizo con él. Nuestro territorio experimentó la colonización eslava que hoy se presenta como el rasgo de identidad más acabado del mismo. Es obligado recordar que el control de estas tierras venía representando para la Rusia zarista un objetivo fundamental en la configuración del imperio. La Rusia histórica era un espacio continental, limitado como potencia. La consecución de una salida al mar acaparó los principales esfuerzos de los Romanov. Sobre el papel lo consiguieron, pero resulta paradójico que un Estado que dispone de la longitud de costas de mayores dimensiones a nivel mundial, tenga sus principales bases navales en zonas marinas cerradas -Mar Negro y Báltico- con los consiguientes inconvenientes estratégicos que trae esta circunstancia. De hecho el proyecto de los zares se dirigía al control de Constantinopla y suplantación del Imperio turco, el gran enfermo. No parece difícil entender que la cercana destrucción de la U.R.S.S. en realidad ha sido la del gran imperio tan trabajosamente construido por los zares y sus colaboradores, a partir del siglo XVIII.

En definitiva, da la impresión de que hemos regresado a una época en que los intereses europeos han quedado restringidos a Europa y el conflicto en que nos encontramos no tiene dimensiones de lucha hegemónica, como podía suceder treinta años antes. No de otra manera debería ser considerado un contencioso -por el momento sin nivel de conflicto- caracterizado por la disputa entre, de una parte, europeos y, de otra, rusos, de acuerdo a los antiguos esquemas de un periodo que recuerda a los siglos XVIII y XIX. Es la disputa de los viejos centros de poder anteriores a la expansión imperialista de los imperios europeos, que pudo tener lugar gracias al potencial que les otorgó la revolución industrial. Las perspectivas actuales de dominación para estas instancias de poder quedan limitadas a regiones europeas y  muestran la degradación de su potencial a escala mundial. No deja de llamar la atención la esperanza abrigada hasta tiempos recientes en esta parte de la Tierra de mantenerse a la cabeza en la gestación y administración del orden internacional. Las aspiraciones de los viejos imperios parecen constreñidas cada vez en mayor medida al ámbito territorial de las coordenadas en que se sitúan. Cuando se constata las dificultades que se presentan a los implicados en el contencioso de Ukrania -a nivel mundial un escenario secundario-, es obligado concluir que ya es un hecho la consolidación de nuevos polos impulsores de despliegue económico y dominación en el conjunto de la Tierra. La realidad de las grandes potencias China e Indostán y la cohorte de Estados asiáticos de sus entornos rebelan su potencial económico y militar, impensable para los europeos de dos generaciones atrás que siempre los habían contemplado sometidos. Todo lo que antecede, a la espera de lo que pueda suceder en América al sur de Río Grande.

La contundencia de estas evidencias deberían estimular unas reflexiones muy diferentes a las que se tienden a realizar por los analistas mayoritarios que responden a los intereses del sistema. No parece que la posición de los europeos frente a los rusos responda a la defensa de derechos democráticos de la población de Crimea, cuanto al apoyo a una opción favorecedora de los mismos intereses europeos, en un territorio en el que la población que tiene mejores derechos, la khazaka, ha sido vapuleada por todos. La razón del conflicto parece mejor situada en la disputa entre rusos y europeos; los primeros con el objetivo de reconstituir en parte el polo de poder tradicional ruso, desmantelado en 1992 y los segundos intentando consolidar la penetración en un espacio del que fueron apartados durante tan largo tiempo; todo hay que decirlo, con el apoyo decidido de los U.S.A.; por el momento con la esperanza de mantener el dominio sobre el conjunto de la Tierra. En la actualidad no existe ningún contencioso que tenga su origen en el dominio de un modelo socio-económico como pareció suceder en el pasado reciente en torno al enfrentamiento de capitalismo contra socialismo. Todos los planteamientos de poder actualmente existentes se basan en la separación del trabajo y del capital como factores de producción. Las diferencias denominadas sociales son principalmente de grado y los sistemas denominados políticos son un reflejo del grado de dominio del capital sobre el trabajo. Puede cuestionarse, en consecuencia, la oposición radical entre un denominado sistema democrático de otro autoritario o dictatorial. Es indudablemente cierto que coinciden la mayor libertad de acción individual con los modelos sociales y económicos más completos y satisfactorios. De hecho la restricción que se viene operando en los países avanzados en materia de satisfacción de las necesidades sociales -Estado de bienestar- van acompañadas de las restricciones en el campo político.

Frente a la valoración que se hizo en el mundo occidental, a raíz del hundimiento del bloque soviético en el decenio 1990-2000, que pretendía representaba el triunfo del modelo de libertad en lo económico y democracia en lo político, parece que el mundo actual se articula en un sistema de organización con polos de poder múltiples, localizados estos en diversas regiones a nivel mundial. En cada área se estructura una determinada oposición entre los sectores dirigentes y con mejores condiciones materiales frente a las masas productoras en peores condiciones. En cualquier caso el conjunto de estas áreas actúan bajo una doble perspectiva; una que mira hacia el interior por la distribución de los recursos entre los grupos que la integran, y otra que mira a su entorno y al conjunto del mundo, ante la necesidad de garantizar los recursos propios y, en la medida de lo posible, asegurarse los de otras áreas. Se advierte una modificación profunda en el equilibrio de poder y zonas de influencia en este terreno, de los que constituye el hecho más destacado la disminución relativa de la fuerza de imposición del denominado mundo occidental, en tanto tiene lugar la consolidación de los emergentes.

En definitiva es el fracaso de quienes de manera prepotente pretendieron que no había otro camino que el sistema occidental, configurado a partir de las revoluciones modernas. El enaltecimiento de los valores de tal sistema que trasciende en las teorías sobre el fin de la historia y la lucha de civilizaciones, parece responder a la imprescindible reafirmación de un mundo -Occidente- que se siente débil y desplazado; mundo que pretende reducir el rechazo de su modelo por parte de los extraoccidentales a una tentativa sin sentido, mediante la negación de cualquiera otra alternativa -el fin de la historia- y calificando de irracional y fuera de lugar -lucha de civilizaciones- la rivalidad que encuentra en quienes ejerció su dominio en otras épocas históricas.