¡Gracias, España!

En primer lugar, antes de cualquier consideración, hay que dar las gracias a España por el impulso que ha dado a la independencia de Cataluña con los 299 votos de su Congreso de Diputados. No es que este impulso nos haya venido como algo nuevo. Ya sabíamos que nos lo darían -por eso dedicamos toda la tarde del 8 de abril a escuchar los discursos de sus partidos políticos-, pero podía haber sucedido que a última hora se lo hubieran pensado mejor. No ha sido así y nos alegramos. Estamos encantados de que España haya demostrado al mundo qué entiende por democracia, cuál es la cultura democrática de sus partidos políticos y cuál es su capacidad de escuchar, de reflexionar, de dialogar y aceptar los derechos de los demás.

 

El mundo ha visto todo esto y ha visto también el amor profundo que España siente por Cataluña, un amor excelso, sublime, que llega al extremo de decir que no soporta la idea de dejar de tenerla en propiedad. Si esto ocurriera, si no pudiera dominarla, si no pudiera controlarla, si no pudiera usufructuarla, ha dicho, «sería como una mutilación». Parece una declaración de amor muy melodramática, es cierto, muy cargada de posesión y de violencia, pero el amor de España, que en realidad es el amor de Castilla, siempre ha sido así: encendido, posesivo, dominante, borrascoso, salvaje, trágico… Es su manera de amar. Cuanto más ama, más torrenciales, virulentas y letales son sus abrazos. Quizá por eso ya hace muchos años que vive en estado de shock. Quizá por eso ya hace muchos años que está traumatizada. No puede ser de otra manera, teniendo en cuenta que, por lo menos, sólo en los dos últimos siglos, ha sido abandonada por veinticuatro de sus amores. Es decir, que ha sufrido veinticuatro mutilaciones. Algunas de ellas muy sonadas, como la de Cuba. Se entiende, por tanto, su pánico a una nueva. «¿Qué quedará de mí?», se pregunta. Pero esta sola pregunta ya denota incomprensión para asumir los verdaderos límites de su identidad. España se ha empeñado siempre en considerar suyo lo que no lo es y tarde o temprano ha tenido que lamentar su pérdida. Es el coste que tienen los delirios de grandeza. Si, en cambio, hubiera asumido su tamaño real, sin afanes compensatorios de carácter imperial, ahora no se encontraría en el umbral del hecho más traumático de toda su historia: la pérdida de Cataluña.

 

El trauma se agrava, además, al añadirse la ceguera. Es decir, la incapacidad de España para darse cuenta de que ya ha perdido Cataluña. No administrativamente, es verdad, pero sí espiritualmente. Más o menos, lo mismo que ocurre entre las parejas que ya no lo son por más que aún compartan la misma casa y los trámites de divorcio tarden en llegar. De todos modos, este es un trauma genuinamente español y será España quien tendrá que superarlo. Pronostico, sin embargo, que tardará años en hacerlo; muchos años; muchísimos. Nosotros, en todo caso, debemos valorar el maravilloso impulso que se ha dado al proceso catalán desde el Congreso de Diputados. Es un impulso que no tiene precio y hay que felicitar explícitamente al PP, al Partido Socialista y a la UPyD, con Mariano Rajoy, Alfredo Pérez Rubalcaba y Rosa Díez al frente. Sus intervenciones, que fueron una clase magistral de ultranacionalismo español y de absolutismo, han sido muy estimulantes para el proceso catalán, hasta el punto de que el independentismo es hoy infinitamente más fuerte de lo que lo era el 8 de abril. Los 299 votos a favor de la independencia de Cataluña han sido un valioso, contundente e impagable empuje. ¡Gracias, España!

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