Legalidad contra democracia

La legalidad es el arma más poderosa de las dictaduras. Se estira y se encoge como un chicle y marca los límites de los derechos más básicos de la ciudadanía en función de los intereses del poder. Si este poder absolutista se siente fuerte y seguro de sí mismo, puede llegar a mostrarse complaciente en algunos detalles. Pero si se siente amenazado y dudoso de sus fuerzas, reacciona con cólera y no escucha razones. La ley, por tanto, una ley hecha a su imagen y semejanza, le sirve para criminalizar los derechos sociales que le pueden cuestionar. Siempre ha sido así y me temo que siempre lo será.

La ley, en estados democráticos, decía que las mujeres eran seres inferiores a los hombres; la ley, en estados democráticos, decía que los negros eran seres inferiores a los blancos; la ley, en estados democráticos, decía que las mujeres no podían votar; la ley, en estados democráticos, decía que los negros no podían compartir el mismo espacio que los blancos. Era la ley. Lo decía la ley. Y los políticos que la redactaban, los policías y jueces que la preservaban y los ciudadanos que se complacían se llamaban demócratas y se consideraban gente civilizada y respetuosa con los derechos humanos. Muchos, incluso, iban a misa cada domingo y se declaraban creyentes y temerosos de Dios. ¿Pero cómo es que no tenían ningún remordimiento?, se preguntará alguien. ¿Cómo es que salían de casa y se paseaban por la calle sin que se les cayera la cara de vergüenza? Pues porque la ley les protegía. Todos ellos eran gente virtuosa, gente de orden, gente sensata, y no veían ningún motivo para ir con la cabeza baja. Los insolidarios, los problemáticos, los perturbadores, quienes fracturaban la sociedad con sus demandas, eran las mujeres que querían tener los mismos derechos que los hombres y los negros que querían tener los mismos derechos que los blancos. ¡Dónde se ha visto!

La ley, como vemos, es la gran coartada del absolutismo. Si la ley no habla de igualdad entre blancos y negros, quien fractura la convivencia es el negro que pretende esta igualdad; si la ley no habla de igualdad entre hombres y mujeres, el aguafiestas es la mujer que no se aviene. Y si ambos, negro y mujer, persisten en su obsesión, es necesario que caiga sobre ellos el peso de la ley para que aprendan a ser sumisos y a no plantear demandas delirantes y propias de mentes perversas. Para el absolutista, la democracia es hija de la ley y no la ley hija de la democracia. El absolutista, para empezar, hace una ley que le garantice una mayoría perpetua, y, a continuación, a esa ley, la llama democracia. Y como la democracia es su ley, todo el que ose incumplirla será procesado por desobediencia y prevaricación en nombre de la democracia.

El absolutista blande la ley contra el derecho de los pueblos a decidir su destino, porque no tiene argumentos democráticos para oponerse al mismo. Sabe que la democracia no se fundamenta en la mordaza, sino en el respeto; sabe que la mordaza es el recurso del que no respeta el derecho del otro a ser él mismo. Pero no lo puede admitir ya que la longevidad de su poder es imposible sin el silencio del cautivo. Por eso se obsesiona por impedir que el cautivo pueda hablar. Piensa que si nadie escucha su la voz, nunca, nadie podrá decir que quería la libertad. El cautivo, por tanto, sólo tiene un camino: transgredir la legalidad.

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