La Audiencia Nacional, Comité de Actividades Antiespañolas

Hace ya muchos años que, tanto en libros como en artículos, especialmente en los primeros, he abordado la gran mascarada que constituye la democracia española. La democracia española no es fruto de una evolución intelectual, sino de una necesidad coyuntural. No es, por así decirlo, una democratización, es una contemporización. El franquismo no tenía recorrido en la nueva Europa y necesitaba un lavado de imagen para perpetuarse. ‘Renovarse o morir’, dice el viejo dicho del mundo de los negocios. Y el negocio debía continuar. Empezando por el de la casa real, que, sin ningún escrúpulo, juró fidelidad a los principios del franquismo. En la nueva etapa, claro, las leyes totalitarias debían tener un barniz democrático, debían fundamentarse en un texto sacrosanto llamado Constitución en virtud del cual el Estado pudiera continuar reprimiendo las libertades del pueblo catalán mediante el viejo procedimiento castellano de hacer «que se consigna el efecto sin que se note el cuidado». «¿Cómo no se nos había ocurrido antes?», pensaron. Un Estado totalitario en la nueva Europa hacía muy feo y no tenía ningún sentido empeñarse en mantenerlo. Bastaba con incorporar la sacrosanta ‘unidad de España’ del franquismo a la Constitución para que todo anhelo de libertad del pueblo catalán, expresado a través de las urnas y de su Parlamento, pudiera ser conceptuado como «acto de sedición» y criminalizados todos los demócratas que, ya fuese desde las instituciones o desde la sociedad civil, le dieran su apoyo.

Por ello, cada vez que Cataluña apela a los derechos humanos para defender el derecho inalienable de todos los pueblos a la libertad, el búnker nacionalista español, integrado por PP, PSOE y Ciudadanos, se ampara en ‘su ley’, tal como si los derechos humanos estuvieran subordinados a la Constitución y no la Constitución a los derechos humanos. A partir de aquí, la retahíla de epítetos con que estos tres partidos pretenden criminalizar la libertad de Cataluña es tan violenta como intelectualmente impotente y patética: «alta traición», «golpe de Estado», «primitivismo», «provincianismo», «nazismo», » desafío «,»amenaza», «enfermedad», «canallada», «rebelión», «insurgencia», «sedición»…

No es extraño que la Audiencia Nacional española -heredera del franquismo, en el sentido más literal del término- acuse ahora de «sedición» y «rebelión» a la Asociación Catalana de Municipios (ACM), a la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y a la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI). Estamos hablando de un tribunal que es hermano gemelo del Comité de Actividades Antiamericanas que en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX criminalizó y persiguió a todas las personas sospechosas de haber tenido algún vínculo con el comunismo en Estados Unidos. Fue la famosa caza de brujas, especialmente feroz en Hollywood, que llamaba a declarar a escritores, actores y directores para que delataran a sus compañeros. Podían acogerse a la Quinta Enmienda, gracias a la cual nadie está obligado a declarar contra sí mismo, pero esto les marcaba como comunistas y las consecuencias en su vida personal eran gravísimas. Dalton Trumbo, entre otros doscientos más, fue una de las víctimas. Suerte que tuvo amigos como Kirk Douglas.

El fundamento del Comité fascista estadounidense era exactamente el mismo que el fundamento de la Audiencia Nacional española. El primero fundamentaba su persecución con el pretexto de que el comunismo subvertía la Constitución americana, y la segunda lo hace aduciendo que el independentismo subvierte la Constitución española. Allí, los inquisidores se llamaban Joseph McCarthy, Richard Nixon o Martin Díes; aquí son todos los organismos del Estado, incluso dirigen partidos políticos, y se llaman Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Albert Rivera. Uno de sus portavoces, el delegado del Gobierno español en Aragón, Gustavo Alcalde, lo expresó así: «Es legítimo tener ideas y pensar diferente, pero es ilegítimo intentar imponerlas saltándose la ley». Es decir: es legítimo que quieras ser libre. Pero es ilegítimo que lo seas. ¿Qué hay más democrático que eso?

EL MÓN