Sin transversalidad no hay Proceso

La libertad es un derecho humano básico, un derecho humano individual y colectivo. Toda persona o colectividad nacional con conciencia de ser tienen derecho a decidir sobre su propia vida y a defenderse en caso de que un tercero, en nombre de una pretendida superioridad moral, política o militar, quiera imponerles la su voluntad. Hay personas que, para librarse de responsabilidades, necesitan creer que todo está escrito y que su destino está predeterminado. Esto, sin duda, haría el mundo más sumiso, más conformista y mucho menos conflictivo, porque el pobre asumiría que su destino en esta vida es gestionar la miseria y los pueblos sometidos pensarían que es muy feo eso de rebelarse contra los estados opresores. Sin libre albedrío, ciertamente, el mundo sería para los poderosos una balsa de aceite.

Pero el libre albedrío existe y hay gente que lucha por salir de la miseria, gente que lucha contra el racismo y la explotación de los poderosos, contra la opresión y la expoliación de naciones amordazadas a las que se les impide incluso que puedan decidir si quieren permanecer cautivas o recuperar la dignidad. Y se les impide porque ni siquiera se las considera naciones, ni siquiera se las considera pueblos, ni siquiera se las considera identidades adultas con capacidad de decisión. Huelga decir que esta es una lucha difícil, porque siempre es desigual, pero tiene la fuerza que da una causa noble como el anhelo de supervivencia. Y la lucha por la supervivencia siempre es más fuerte que la exhibición de prepotencia. La prepotencia es sólo el recurso del que tiene una debilidad que ocultar. El Estado español es un buen ejemplo. El Estado español es inmensamente más vulnerable de lo que creen muchos catalanes, por eso hace una exhibición de prepotencia todos los días de la semana. Necesita que estos catalanes sigan creyendo que es un Estado poderoso e invulnerable contra el que siempre se estrellarán. Y, mira por dónde, así será mientras este mensaje no sea expulsado del marco mental de los catalanes que quieren y sufren. Es decir, así será mientras estos catalanes crean más en la fuerza del Estado que en la propia.

La desconfianza en las propias fuerzas es el principal enemigo de todo grupo humano, especialmente si trabaja por la recuperación de su libertad, ya que en lugar de canalizar la energía en esa dirección la daña volviéndola contra sí mismo y cae en rencillas internas que le alejan del objetivo. Otra cosa es, claro está, que este objetivo no sea prioritario. Es decir que no pase de ser un eslogan tras el que sólo haya la intención de gestionar las migajas del día a día en el campo de prisioneros. En este caso, las rencillas tienen mucho sentido, porque son las propias de los internos que ya han decidido que no huirán nunca. Si un día, por una conjunción astral, viene alguien de fuera y les abre la puerta a lo mejor sí que saldrán, de otro modo no lo harán porque tienen mucho trabajo, muchísimo trabajo, discutiendo sobre la intensidad del rojo de las camisas que se deben poner.

La fuerza del movimiento independentista catalán, a diferencia de otros procesos similares, radica en su transversalidad. La imagen de unidad entre los diferentes segmentos sociales encarnados por Convergencia, Esquerra y la CUP tiene una potencia tan gigantesca, tan extraordinaria, que no es extraño que el mundo se haya quedado admirado. Sólo desde esta transversalidad se pueden organizar manifestaciones absolutamente cívicas de dos millones de personas, sólo desde este codo a codo entre catalanes diversos pero unidos por el noble anhelo de la libertad, se puede convertir el anhelo en realidad. Me parece que nuestra tendencia innata a la autoflagelación, tan propia de los cautivos seculares, no nos permite darnos cuenta de lo que hemos conseguido. Hemos hecho lo que no ha hecho nadie en Europa, que es sacar dos millones de personas a la calle sin ningún tipo de crispación en defensa de la independencia de un pueblo, y ni siquiera lo valoramos. Decimos que sí lo valoramos, es cierto, pero los hechos nos desmienten. Sólo hay que ver el desprecio con que tratamos este capital humano, esta transversalidad tan sanamente envidiada por Escocia o Euskal Herria, y tan odiada por el Estado español. Sólo que con pusiéramos atención en el despliegue de efectivos que ha hecho el Estado para dinamitar esta transversalidad -incluyendo infiltraciones disfrazadas de estelada- ya bastaría para tomar conciencia de lo que significa y protegerla como el patrimonio más preciado. La transversalidad es el buque insignia del Proceso, y torpedearlo y hundirlo es la tarea más importante que el Estado español se ha encomendado a sí mismo. Por eso lo debemos preservar.

La famosa foto del abrazo entre el presidente Mas y David Fernández no sólo dio la vuelta al mundo por el mensaje de unidad que transmitía, también encendió las alarmas de España, porque si esa unidad se mantenía, Cataluña era imparable. Absolutamente imparable. Que fuerzas tan ideológicamente divergentes en el abanico parlamentario, aparcaran sus diferencias, fueran capaces de tragarse un montón de sapos e hicieran piña para conseguir la libertad era un hecho de una magnitud política descomunal. No será, por tanto, el Estado ni el búnker nacionalista español formado por Ciudadanos, Partido Socialista y Partido Popular, quien detendrá el Proceso. No tienen argumentos políticos, ni jurídicos, ni económicos, ni intelectuales, ni militares para hacerlo. El Proceso sólo lo pueden detener los propios catalanes. Por eso es normal que haya tanta gente que ahora se siente traicionada al ver una imagen tan diametralmente opuesta a la del abrazo del presidente Mas y David Fernández. Es decir, el abrazo en votos en el Parlamento de Cataluña entre la ultraderecha nacionalista española y la CUP. No sé si esta foto volará mucho o poco, por el mundo, pero los que la vean y no conozcan al pueblo catalán tendrán dificultades para entender que un prisionero que dice que quiere huir apoye a los secuestradores en contra de sus compañeros de fuga. Y todavía lo entenderán menos al ver la sonrisa de satisfacción de los secuestradores.

EL MÓN