La estrellita en la solapa

El juicio de Iruñea por la muerte de Angel Berrueta no puede menos que indignar a cualquier persona con un mínimo sentido de la justicia. De paso, no deja de ser una mera muestra de la violencia real que padecemos en esta tierra. Un policía español y su hijo, justicieros de fiebre patriótica, azuzados por una mujer cizañera, acabaron con la vida de una persona indefensa, pacífica y desarmada. De entrada, ya el ataque a mano armada muestra esa violencia de ocupación que, bajo distintas variantes, se impone en el país desde hace quinientos años.

Pero la historia tiene más caras (algunas muy duras; y muy descaradas). No recurriremos al tono lastimero, clásico, de queja, de denuncia, ni al de reclamaciones de san Judas, patrón de las causas perdidas. Contentémonos con que el asunto sea de dominio público, tema de conversación y toma de conciencia, y se evidencie el trasfondo de este juicio, y de los procesos en que, como los gitanos de la maldición, nos vemos enredados con demasiada frecuencia.

En efecto, como a los gitanos, nos pintan como gentes de sospecha. Criminalizados. Judicializados. Susceptibles de quedar atrapados a la mínima en los engranajes de lo penal. Culpables o víctimas (las menos), pero siempre en la misma rueda. Otro día volveremos sobre estas estrategias de criminalización y judicialización de la sociedad vasca. Hoy, limitémonos al proceso de la muerte de Angel Berrueta.

Las penas

De entrada, desconcierta la cuantía de las penas que solicita la acusación. Dieciocho años de cárcel la más grave. En este país acostumbrado a condenas de entre quince y veinte años de prisión (de cumplimiento total, por añadidura) para jóvenes por pintadas, amenazas o incendios de meros útiles de limpieza callejera, que por una muerte perpetrada a conciencia, con prepotencia, manifiesto abuso de fuerza y superioridad, la petición fiscal sea tan limitada pone la mosca tras la oreja. Algo huele a podrido en Iruñea.

La riña vecinal

La calificación de que no es un asunto político, sino una riña entre vecinos, es otra de las sorpresas sangrantes. Recordemos las circunstancias: los antecedentes del 11-M y el atentado en Madrid (¿un motivo vecinal?); la insistente acusación de autoría vasca en los medios de comunicación de aquellos días; la permanente tensión del conflicto en esta tierra; la pretensión de la mujer cizañera de colocar un cartel de propaganda (ETA NO) en un comercio ajeno, propiedad de la víctima; la personalidad de las personas involucradas (el policía español, su familia; Angel); su orientación política… ¿No es un asunto político? ¿Es una pelea de barrio? Sólo desde la rastrera comprensión y utilización de la violencia estatal, y de los sistemas de castigo (policiales, judiciales, penitenciarios), se puede pensar que el trasfondo no es político. Sólo desde la voluntad de salvar la distancia de las autoridades respecto a una situación que han creado y provocado, en una expresión sucia de su acción cotidiana, se puede sostener semejante falacia.

Apellidos vascos

Pero, entre otros, el dato más expresivo y significativo de este proceso, una señal si se quiere menos ruidosa pero estremecedora, reveladora de las circunstancias en que malvivimos, es la defensa del policía acusado. Para muestra y botón. Al no juzgarse el caso en la Audiencia Nacional (reservada en exclusiva para la parte vasca), y durante la constitución del jurado popular, la defensa solicitó que se recusaran todos los candidatos de nombre y apellidos vascos (hay que precisar, en este punto, que el juez no lo aceptó. Las cosas como son. Pero el dato no disipa las claves implícitas).

A la defensa sólo le faltó reclamar que nos pusiéramos la estrellita amarilla en la solapa. Es una petición tremenda. Una idea que revela en el hecho la conciencia de agravio a todo el país en esa muerte buscada. Que lo sucedido en Iruñea fue un acto de guerra contra toda una colectividad, identificada y definida por su ascendencia. Por sus apellidos diferentes. Literalmente, por su etnia. Que presume que se mató a Angel Berrueta precisamente por ser vasco, y que, además, quienes comparten esa condición malamente pueden ser imparciales y no buscar la venganza. Define una situación de guerra entre comunidades, en ese imaginario (de comunidades significadas por la personalidad de un panadero, pacífico, inerme, ciudadano que sostiene sus creencias, en su casa, por un lado; y un policía furibundo, peligroso, español, loco de ideología y mentiras, armado por la autoridad imperante, por la otra. Un policía que mata).

¿Quiénes son en ese cuadro los racistas? ¿En qué parte se sostiene semejante comprensión del conflicto, de las gentes, de la violencia? ¿Quién encubre y disimula esas circunstancias, disimulándolas en una riña vecinal? Pensemos en otra clave. Si la tragedia hubiese sido a la inversa ¿de qué nos hablarían todas las instancias españolas, desde los medios de comunicación a los jueces u otras autoridades? De terrorismo, de violencia étnica, de visiones fanáticas, atrapadas en una locura mesiánica, de ideas nacionalistas que alimentan el odio y la guerra. O sea, de ellos mismos. De España.

Berrian argitaratua