Nada nuevo a poniente

El resultado de estas elecciones españolas me ha recordado -dejando de lado el argumento-, el título de aquel exquisito alegato pacifista de Erich Maria Remarque, ‘Sin novedad en el frente del oeste’, que el nazismo incluyó en su lista de libros que había que quemar. La guerra política y antidemocrática que el Estado español ha declarado a Cataluña, ha hecho que esta tenga un frente abierto en poniente desde el que, día tras día, llegan ataques, insultos, desprecios, mentiras, falsos amigos y declaraciones de amor tan falsas como el alma de Judas. Es un frente que, sean cuales sean los pactos internos que ocurran en adelante al otro lado, estará abierto, porque Cataluña no detendrá su proceso de independencia y porque la incultura democrática española no aceptará nunca este derecho. Incluso aquellos que dicen que aceptarían un referéndum -dicho así, en condicional-, esconden muchas cosas primordiales, muchísimas, a este respecto.

Por todo ello, y también por la sencilla razón de que no son las elecciones de mi país, siempre he mirado las elecciones españolas con mucha apatía . Mi país se llama Cataluña, es una nación de Europa y tiene su propio Parlamento. El más antiguo, por cierto. Sería diferente si en estas contiendas el peso de Cataluña en el Congreso pudiera ser determinante para provocar cambios sustanciales, tanto de carácter político como de mentalidad. Pero esto no es posible porque las reglas de este juego están hechas de manera que Cataluña tenga siempre un papel meramente testimonial. La necesitan para dar una cierta verosimilitud al sistema democrático español, pero los números son los que son. Es decir que, en el mejor de los casos, no puede superar los 47 escaños, de los 350 que tiene el Congreso. Y como para reformar la Constitución hacen falta 211, ya se ve que ni la suma de los 23 de Euskadi y Navarra, ni la suma, aún más remota, los 23 de Galicia permitiría pasar de 93. Y en el supuesto de que, puestos a soñar imposibles, se añadieran 32 del País Valenciano, los 8 de las Islas y los 15 de Canarias, la cifra no iría más lejos de los 148. y si, ya en plena alucinación, los 60 de Andalucía nos dieran apoyo, tampoco iríamos más lejos del 208.

Con todo, bueno y aceptando que un capricho del azar pudiera favorecer la reforma de la Constitución , el resultado que obtendríamos sería más o menos lo mismo que ya tenemos. Sólo hay que escuchar al Partido Socialista para ver qué entiende por «querer a Catalunya» y por respetar sus derechos nacionales. La reforma, por supuesto, tendría un carácter meramente simbólico perfectamente reinterpretable -como se reinterpretó que Andalucía debía ser una nacionalidad- a fin de dar a nuestro país el rango de eso que ellos, paternalistamente, llaman «la especificidad catalana». Huelga decir que, dado que todo el mundo en esta vida es una especificidad, también entrarían las demás especificidades españolas. Eso sí, ni nación, ni concierto económico, ni derecho a decidir. Y por supuesto, entre muchísimas otras cosas, ni selecciones nacionales, ni reconocimiento de los Países Catalanes, ni doblaje y etiquetado en catalán, ni oficialidad de esta lengua en el Estado para darle rango de lengua de pleno derecho en la Unión Europea ni obligación de los jueces de saberla, ni nada que sea propio de una nación.

Teniendo en cuenta esto, la visión catalanocèntrica del resultado de estas elecciones españolas sólo podía ser la misma que la de aquel espectador que, con la aburrimiento marcado en la cara, delante del televisor por Semana Santa dispuesto a ver por enésima vez ‘Ben-Hur’, ‘Quo Vadis?’ o ‘La túnica sagrada’. Es un panorama triste, ciertamente. Pero Convergencia y Esquerra decidieron estar allí para que la voz de Cataluña que se escuche en el Congreso no sea sólo la de los representantes catalanes del nacionalismo español metidos en los partidos sucursalistas y hispanocéntricos, y, como hemos visto, han sido muchos miles los independentistas que, con buen criterio, les han apoyado. Otros, como indica la bajísima participación, se han quedado en casa, lo que demuestra el crecimiento inexorable de la indiferencia con que Cataluña mira todo lo que España hace o deja de hacer.

Observando la distribución de escaños que han dejado estas elecciones, resaltamos cuatro cosas: en primer lugar, y contrariamente a las predicciones -deseos, más bien- que se hacían PSOE, PP y Ciudadanos, el independentismo se mantiene impertérrito a la vez que el nacionalismo español se hunde en Cataluña  La segunda nota es que Podemos toca techo en el Estado español con unos pobrísimos resultados, teniendo en cuenta que sin Cataluña y el País Vasco su representatividad sería muy pequeña, cosa, por cierto, que dice muy poco de la sociedad española. Aclaremoslo en una tercera nota: ni la profunda corrupción del PP, ni las antidemocráticas maniobras de las cloacas del Estado para criminalizar a los partidos y los líderes independentistas, con todo tipo de falsedades, son suficientes para conseguir el más mínimo cambio en el marco político de aquel país. Pasarán cien años y continuarán parados en la misma piedra. Para Cataluña, pues, quedarse dentro del Estado español sería un suicidio. Digamos finalmente, como cuarta y última nota, que estas elecciones han demostrado el inmenso vacío de las consignas de En Común Podemos, en el sentido de que un referéndum pactado con España era posible. Pues no, no lo es. Ahora tendrán que decidir si quieren sumarse al verdadero cambio, a la verdadera revolución, que es la libertad de Cataluña, o seguir votando elecciones españolas y contando cuatro escaños arriba, cuatro escaños abajo, durante los próximos cien años.

Cataluña, mientras tanto, debe seguir su camino. Ningún espectáculo electoral español, incluido el alud de declaraciones y contradeclaraciones que ya ha comenzado, nos debe distraer del objetivo. Ellos no tienen más proyecto que dar una capa de pintura a su país para que todo siga exactamente igual y que esta religión que se inventaron llamada ‘España’ no se vaya al traste. Nosotros, en cambio, tenemos una tarea maravillosa por delante, que es la construcción de un Estado desde abajo, desde la transversalidad, desde la equidad, sin ridículas ínfulas imperiales y libre para siempre de las raíces totalitarias del Estado español. Es un tarea apasionante de autogobierno que necesita toda nuestra energía, una energía que no podemos permitir que se dañe o que se disperse cayendo en la trampa de las disquisiciones reformistas de quienes nos quieren eternamente sometidos. Un pueblo que no autogobierna es un pueblo sin nombre.

EL MÓN