Lápidas y monolitos

Es muy frecuente encontrar en los viejos trazados de nuestras carreteras y caminos bloques macizos que presentan en alguna de sus caras textos, cerrados de forma, más ilegibles por las erosiones producidas por el paso del tiempo que por lo complicado de sus grafías. Ahí están, al parecer formando parte del paisaje eterno, sin atraer la atención de paseantes y mucho menos de automovilistas.

El contenido de sus textos acostumbra a referirse a individuos locales, de nombres muy comunes en la comarca, pero no identificables por quien posee sus apellidos, que con mucha frecuencia son habituales de familias diferentes, sin proximidad parental actual; por lo que nadie suele reconocer como propio a quienes aparecen en el citado texto. Los hechos que se mencionan en el relato, de estilo un tanto oscuro, nos dan a conocer hechos dramáticos sucedidos en el lugar en que se asienta el “monumento”, construido normalmente en fecha cercana al acontecimiento. De manera somera nos habla del ajusticiamiento de algún vecino, de quien no aparece sino su condición de individuo con una existencia normal, implicado en el conflicto por la fuerza de los acontecimientos.

Me sugieren esta reflexión una cruz de madera situada ante la Iglesia de capuchinos del barrio de San Pedro en Iruñea, que señala según parece una fosa en que se encuentran enterrados una serie de irunshemes fusilados en la Francesada por militares napoleónicos, bajo la excusa de colaboración con el corso de Mina. Algo similar puede decirse del monolito localizado junto a la carretera de Noain, a la altura del polígono comercial de Galaria. En este caso se señala el lugar de ejecución de un grupo de resistentes de manera diversa a las exacciones del ejército de ocupación napoleónico. El acontecimiento a que aluden ambos símbolos se encuentra completamente asimilado por el pensamiento dominante actual que atribuye al patriotismo español la actitud de estos individuos represaliados por el invasor francés.

El siglo XIX se encuentra salpicado de conflictos, en los que la población de los territorios de Navarra debió capear la presencia de fuerzas militares que la consideraban enemiga, en situación de conflicto abierto o de ocupación militar. Frente a lo que defienden ciertos historiadores que atribuyen la guerra al carácter agreste de los navarros, lo cierto es que estos preferían la vida tranquila, ya que no cómoda, del trabajo en el campo o donde fuera. Es cierta la adhesión que sintieron determinados personajes más destacados de la resistencia, como pudieron ser los Mina y colaboradores más directos, como O`Ráa, Gruchaga, y otros, que pudieron desarrollar una carrera brillante en el ejército español; también fue este un factor determinante en determinados jefes carlistas, que aceptaron la solución de la pacificación tras Bergara.

En modo alguno tuvieron esta oportunidad los miles de voluntarios de las diversas guerrillas, a quienes únicamente movilizó el rechazo de las exacciones francesas e imposiciones de la administración española, a raíz de la supresión de los Fueros. La documentación descubre la actuación de la fuerza francesa para arrebatar comida, dinero y la exigencia de trabajo gratuito hasta el agotamiento de recursos y fuerza por parte de los imperiales; también las multas y castigos de los militares españoles -el idealizado Torrijos, por citar un caso- muy lejos de las delicadezas que se presumen a los liberales. No existe ánimo de identificar a aquellos individuos con propuestas políticas actuales. No es competencia que se permita a los soberanistas. Sí es correcto que encontremos en aquellos antecesores nuestros, actitudes determinadas, que muy bien pueden inscribirse en lo que constituye la raíz de la reivindicación nacional de Navarra.