El aumento de la catalanofobia

«Cuando el poder es más racista que sus funcionarios, estos se sienten protegidos por escarnecer a las víctimas»

Hace sólo unos días, Nació Digital informaba de un nuevo caso de catalanofobia, en el que una ciudadana de Vic, Montserrat Puig i Cotado, fue discriminada y vejada por la policía española para hablar en catalán en la comisaría donde había ido a renovar el pasaporte. Estos casos se han incrementado de manera espectacular últimamente en todo tipo de lugares, ya sea en competiciones deportivas, empresas navieras, universidades, restaurantes, centros de atención primaria o asistencia sanitaria de playas, y todos son gravísimos porque constituyen actos execrables de racismo lingüístico. Pero el caso de la comisaría de policía española de Vic tiene un elemento añadido que lo hace aún más inadmisible, porque no proviene de racistas amparados por el consentimiento o el silencio cómplice de las empresas, establecimientos o servicios que los contratan, sino de un cuerpo policial, un cuerpo que se llama «Policía Nacional» y que, en virtud de ese nombre, todos sus efectivos destacados en los Países Catalanes, Euskal Herria o Galicia tienen la obligación de saber catalán, euskera o gallego, dado que el Estado español los considera parte de su territorio «nacional».

El caso de la señora Puig es muy meritorio, porque, a diferencia de los catalanes que acaban claudicando, no cambió de lengua en ningún momento a pesar de la discriminación y burla que sufrió por parte de varios funcionarios. Todo comenzó con el agente de la puerta, que le exigía «háblame en español» y que, cuando ella se negaba, la cogía por el brazo y le decía que estaba obligada a ello. Finalmente, gracias a que el agente era requerido en la entrada por más gente y la dejó estar, la señora logró turno. Pero, al tener que salir para hacerse las fotos, se encontró que el mismo individuo no le permitía la entrada. Ella, entonces, llamó a un concejal del Ayuntamiento y la dejaron pasar, pero una vez dentro, justo cuando estaba a punto de ser atendida por una chica que la entendía perfectamente, otra mujer lo impidió enviandola a una mesa donde no había ningún funcionario. Allí estuvo un buen rato viendo como todo el mundo le pasaba por delante, y, cuando se quejó, el funcionario que la atendió le exigió que le hablara en español. Ella, naturalmente, se negó y él la denunció por falta de respeto a la autoridad incluso amenazándola con la suspensión de empleo y sueldo. Después le dijo que fuera a la oficina de los Mossos a denunciar que había perdido el pasaporte y que, después, regresara. Pero cuando ella le pidió el número de placa y el del agente de la puerta, se lo pensó mejor y le respondió: «¿Sabes qué, no vayas a hacer la denuncia, porque no te doy permiso». La señora Puig, en consecuencia, no pudo renovar el pasaporte.

Este es sólo uno de los cientos de casos de catalanofobia que se producen continuamente contra las personas de habla catalana y que, precisamente porque los agresores tienen el amparo de un Estado no menos catalanofóbico, quedan impunes. Cuando el poder es más racista que sus funcionarios, estos se sienten protegidos por escarnecer las víctimas. No importa que el racismo sea de pigmentación o lingüístico, el racista es un cobarde que necesita cobertura para hincharse y hacerse el gallito. Sin la cobertura se desinfla como un globo y se reencuentra con su triste y esperpéntica insignificancia. Sin embargo, hay que agradecerles que abran los ojos a mucha gente sobre la necesidad que tiene Cataluña de ser un Estado independiente. Si ya es terrible vivir sometidos a un Estado antidemocrático, aún lo es más vivir sometidos a un Estado racista.

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