El presidente Puigdemont

Algún día, cuando, ya desde una perspectiva estatal, contemplemos el momento de la historia que ahora vivimos, valoraremos en su justa medida el altísimo nivel político de los dos hombres que estuvieron al frente del gobierno de Cataluña en la etapa previa a su independencia nacional: los presidentes Mas y Carles Puigdemont. Siempre me ha parecido un error inexcusable el gol en propia puerta de apartar el primero de la presidencia de la Generalitat. Baste recordar los aplausos que el nacionalismo español dedicó a los promotores de la maniobra para ver el disparate que fue. Pero bueno, la historia catalana ha sido pródiga en autolesiones. Lo importante, sin embargo, lo que la historia también debería recoger con relación a Artur Mas, es el mérito de su evolución ideológica personal, superando el carácter autonomista que le caracterizaba, para convertirse en el presidente que en 2014 desafió el Estado español y comandó el acto de soberanía más importante de la Cataluña cautiva: la consulta del 9-N.

 

En cuanto a Carles Puigdemont, me parece que en los nueve meses que hace que es presidente, no sólo ha borrado la sonrisa socarrona y de superioridad moral con que lo recibieron determinados sectores, sino que ha demostrado su categoría humana, su sensibilidad social y su firmeza en la defensa de la independencia de Cataluña. Su discurso en la cuestión de confianza del 28 y 29 de septiembre pasado fue brillante e ilustrativo a la vez. Brillante, por lo que dijo y por la claridad con que lo hizo; e ilustrativo, porque mucha gente pudo ver que es la antítesis de lo que en términos peyorativos se llama un ‘político profesional’, en el sentido de tener la piel gruesa. Puigdemont es un hombre de una sola cara y no tiene la piel del senador Cooley, que interpreta Charles Laughton en la espléndida ‘Tormenta sobre Washington’, de Otto Preminger. Puigdemont es vulnerable y estoy seguro, observándolo desde mi perspectiva de escritor, que los ataques y las cuchilladas de la política, lejos de divertirle, le duelen. Pero esto no quiere decir que sea una persona débil. En absoluto. Todo lo contrario. Pienso que es una persona fuerte, honesta y nada manipulable, un presidente que en ningún momento traicionará ni sus principios ni sus promesas de lealtad al país.

 

Puigdemont, por otra parte, posee una gran capacidad comunicativa, fruto de su formación periodística. Es cierto que no tiene la soltura improvisadora de Mas y que se siente más cómodo con un papel en la mano, pero eso es secundario por dos razones: la primera, porque es muy nuevo en el cargo; y la segunda, porque lo que cuenta, en definitiva, es la verosimilitud de lo que dice. Y lo que dice lo dice claro y catalán. Vocaliza perfectamente, no hace circunloquios, no se protege por medio de la ambigüedad y es diáfano en el mensaje. Él no ha venido a perder el tiempo ni a perpetuarse en el cargo como presidente de una Autonomía, él ha venido para ser el presidente que retorne a Cataluña los poderes estatales que le fueron arrebatados y sentarse como una nación libre junto a las otras naciones libres del mundo.

 

De su discurso del otro día -pondría la mano en el fuego que lo redactó él mismo-, me parecen destacables, entre otros, cuatro mensajes. El primero, surgido de la madera periodística del autor, fue todo un regalo a la prensa en forma de titular: «O referéndum, o referéndum.» O Estado lo pacta, o Cataluña lo hará de acuerdo con la su propia legalidad. Más claro imposible. El segundo, iba dirigido al Estado y decía que la desconexión se hará en junio del próximo año, porque «nuestros verdaderos dueños son los catalanes; nadie más nos puede dar permiso para hacer lo que tenemos que hacer», dado que «es la gente la que cambia las normas, es la gente quien dice de qué manera quiere ser gobernada».

 

El tercer mensaje me pareció especialmente brillante en el punto en que, dirigiéndose indirectamente al Partido Socialista y a Cataluña Sí se Puede, dijo que espera que los autonomistas tengan el mismo comportamiento democrático que los independentistas tuvieron con ellos. Y les recordó que «los independentistas colaboraron con el compromiso de los autonomistas cuando ésta era la voluntad mayoritaria de los catalanes. Se llama democracia». Y con respecto al cuarto mensaje, en el que pidió una «cadena de confianzas», podemos encontrar un ruego a los independentistas que querrían que el Proceso fuera retransmitido minuto a minuto y al detalle. Sin verbalizarlo, les pidió paciencia, en el sentido de que sería cándido revelar punto por punto al adversario los elementos de la estrategia diseñada. En otras palabras, no le hacemos el puente de plata.

 

Es obvio que podríamos abordar muchas cuestiones, pero cuando un pueblo carece de libertad, no hay nada más prioritario que la recuperación de esta libertad, ya que sin libertad, como refleja el informe Moodys (mayo 2016), no hay hay servicios sociales ni hay nada. Sólo hay deuda al nivel del bono basura. Por lo tanto, o Cataluña se convierte en un Estado independiente o está abocada a desaparecer, nacionalmente hablando. Y esto afecta a la aprobación de los presupuestos. Los anteriores, los que fueron rechazados, eran los presupuestos más sociales elaborados hasta ahora (un 73,6%). Sería absurdo dar la confianza al presidente, y no darla a sus presupuestos. O hacemos el juego al Estado español, deteniendo el barco y convocando nuevas elecciones para entrar en esa dinámica tan catalana de la autoflagelación, o nos damos confianza y remamos todos en una misma dirección. Como decía al principio, la historia hablará de los presidentes, claro que sí, pero también hablará del pueblo que presidían, y lo hará con admiración o avergonzándose de ellos. El pueblo somos nosotros.

EL MÓN